miércoles, 25 de julio de 2012

La ciudad casual, o bailaré contigo en nuestra noche de bodas

                                  Dibujo de Willy Ramos, propiedad del autor



  

[ La ciudad casual, o

bailaré contigo en nuestra noche de bodas ]


 



Juan González de las Casas

























1.


 


T


odos comentaban lo ocurrido en parecidos términos, unanimidad poco corriente por estos lugares, en estos pueblos.


─Dimas y Zoileta iban a casarse, y mira por donde...


─Vaya...        



En realidad, Zoileta no era el verdadero nombre de la novia. Las Zoiletas eran dos hermanas ─las hijas de Zoilo─ tan poco agraciada la una como la otra, y más ahora, a su edad, seguramente cercanos ya los cuarenta; pero ricas, lo suficientemente ricas para convencer de boda a tipos como Dimas.



Todos venían a decir lo mismo, y eso que entre los vecinos resistían odios y contiendas, viejas contiendas, en las que lo que se dice hace cambiar lo que se piensa solo por no coincidir con el vecino, y eso a costa de toda imaginación. Y las que no resistían, resucitaban.

Pero aquí no cabe imaginación posible, todos los invitados lo oyeron claro y alto, sobre todo alto, que no se trató de un vulgar pedete, no, sino de un sonoro pedo. Hasta don Roger, el párroco de Parrio desde Dios sabe cuándo, lo escuchó, y eso a pesar de su tenaz sordera. Su conocida habilidad para resolver todo tipo de conflictos, hasta los más comprometidos, en un santiamén, en esta situación no sirvió para nada, verdaderamente para nada.

La única que pareció no enterarse de lo sucedido fue la hermana, que hacía de madrina, la otra Zoileta ─además de verdad, que a partir de entonces se distinguiría más que nunca a las hijas de Zoilo como la Zoileta, a una, y como la otra Zoileta, pues a la otra─, y eso que Benitín, el hijo del médico, que estaba a su lado frente al altar con el estuchito de los anillos, con solo cinco años se lo dijo bien claro, la criatura:

─ ¡Eso es un pedo!



Hasta ese momento nada hacía pensar que algo podía salir mal. Todo estaba pactado y en uniones como esta lo previsto es siempre lo previsto, pues en ellas no existen ingredientes que, como el amor, puedan alterar el sabor de las cosas.



Las Zoiletas nacieron para solteronas, desde niñas todo el mundo las daba por solteras sin saber ni preguntarse por qué, lástima, y ni su madre ni sus tías, nadie se preocupó jamás de ir preparando su ajuar ni de cosas como esta. Ellas también lo daban por hecho. Bueno, hay que reconocer que su tía Albina, la mayor de once hermanos y otra impenitente solterona, se preocupó mucho de las niñas, pero de eso precisamente, de que se quedaran solteras como ella.

Zoilo, el padre, un paleto rico, no era muy querido en Parrio, como ocurre con las gentes sin rastro, pues nadie conocía ─nadie le preguntó─ su procedencia cuando llegó al pueblo, recién casado con Trini y arrastrando a la Albina.

El caso es que Zoilo se fue haciendo, eso sí, sin malas artes, todo hay que decirlo, que nadie tuvo nada que reprocharle en estos negocios ni en su forma de pagarlos, con las hectáreas más ricas y recogidas. Y con el ganado más sano y entero. El caso es, digo, que se hizo muy conocido en toda la comarca. Pero Zoilo no iba a misa ni caía bien en Parrio y algunas historias de todos ellos y de su desconocida estirpe se contaban ya, con peor que mejor intención, antes de la malograda boda de la Zoileta, su hija.

Comenzó a oírse que había llegado perseguido, después de pasar unos meses en la capital, de donde se trajo a la Trini y a la escolta, sin saldar importantes deudas dinerarias y de las otras, deudas de honor, sin intención de pagar aquéllas ni de hacerse perdonar éstas.



No habían transcurrido demasiados años desde su venida a Parrio, a los pocos de nacer su segunda hija, cuando se fue Trini, Dios la tenga a su lado, después de unas perniciosas fiebres y sin dar tiempo al médico a oponerse a su dolencia, a pesar de la experiencia demostrada. Todos recuerdan cómo don Benito salvó la vida de Venerada, la de la Casa de las Tablas, a las afueras, a los pocos meses de su primer embarazo, cuando le llamaron con la urgencia de lo que parecía un parto prematuro, que no podía ser; no, según sus cuentas. Acudió inmediatamente y pidió hielo, por si se presentaba una hemorragia, y comprobó que el agua hervía en su olla. Midió a Venerada, que mostraba un rostro pegajoso por el sudor y la fiebre, aunque respiraba sin demasiada dificultad, y localizó al feto, pero no logró escuchar los latidos de su pequeño corazón. Por la razón que fuera, la Vene tenía la matriz dilatada y sufría contracciones uterinas. Extrajo Don Benito un bebé muerto y enseguida, con un pequeño frasco de medicina en la mano, se ocupó de la madre.



Don Benito también era músico, en realidad era médico-músico, porque un día prestó oídos a los sabios de la antigüedad, quienes aseguraban que la armonía que de los instrumentos musicales dimana es capaz de curar enfermedades, reduciendo los humores a su natural estado y pudiendo, incluso, sanar y convertir a los hombres con la suavidad de su elocuencia. La música y la carne.

Y es que Timoteo, un tío abuelo del médico que tocaba desde bien niño la mandolina, la guitarra y el bandoneón, antes de emigrar a Salta para tocar en la orquesta de Radio Nuevo París le enseñó a volcar sin distorsiones lo que su imaginación creaba y, al contrario, a comprender con solo estudiar las partituras, lo que los grandes habían deseado.

El médico conjugó con gran habilidad muy diferentes influjos, y con lo que más disfrutaba era con su guitarra, que la tocaba a solas hasta sangrar por los dedos, y escribiendo óperas en sueco o en danés, vaya usted a saber.

Pero lo de Trini fue distinto, una aguda enfermedad que le volvió los pulpejos de las orejas al revés y todo el rostro como de plomo, señales de muerte, como todo el mundo sabe. Y todo sin recibir los santísimos sacramentos, pues Zoilo, su marido, se opuso tajantemente, a pesar de que la enferma lo pidiera y lo pidiera, lo suplicara.

Don Roger, el cura, sufrió mucho por todo ello, sí que sufrió.

“A veces me adormezco, como en una ensoñación, y me veo extraño en este mundo, extraño en el mundo de la vida y de la muerte rigurosa; otras, enojado por tanta iniquidad, me dispongo a hacerle frente” ─parecía pensar el cura para sí.

Sentado en su sillón aquella tarde, cerró los ojos y trató de escapar de la realidad por unos segundos, pero esta vez era como tener la sensación, como si supiera que lo peor aún estaba por llegar. Acababa de pensar en el pasado, mal asunto, que cuando don Roger recalaba en el pasado, era porque le hubiera gustado que fuera otro el presente. Los malos tiempos hacían mella y el cansancio empezó a apoderarse de él.

Había escuchado siempre lo que hasta entonces le prometió la sabiduría, a la espera de recibir alguna recompensa que no llegaría jamás, todo lo contrario, y ahora le atormentaba su propia y contaminada levedad. No se acostumbraba a esa sensación tan hiriente.

En aquellas primeras horas de la tarde, le pareció que la luz del sol iluminaba la sala con mayor claridad que de costumbre.

Volvería a su Iglesia y a sus reconfortantes y solitarias oraciones, a envolverse en esa sensación de cera del ambiente, no solo provocada por los cirios y por las llamas votivas que derriten las velas más pequeñas; solo despista esa sensación un leve perfume a incienso. Qué lazos desataría don Roger con el advenimiento de una densa tristeza mientras recitaba los últimos fragmentos de su rezo al final de cada día.



Pronto le siguió Zoilo, que le encontraron casi dos años después en el cauce del Río Seco, en el Barranco del Mal Nombre, a tres kilómetros de su casa, algo más, entre Parrio y la Casa Noguera, descalzo y con la cabeza aplastada, abierta como un melón de agua.

Enseguida corrieron las historias más desmedidas y extravagantes sobre el caso: que si un ángel había venido a vengar a la pobre Trini, que si días pasados se había mostrado inquieto de más, que si sus tierras se andaban volviendo amargas, que, claro, esto traería plaga y desgracia al pueblo, que si... Pero don Roger cortó con rapidez semejantes desbarros, que autoridad tenía en el pueblo para eso y le sobraba. ¿Qué por qué entonces le encontraron descalzo? Nada, nada, que tenía los pies sucios pero limpios, quiero decir, sucios por la mugre de muchos días, semanas tal vez, pero limpios porque no mostraban heridas, vamos, que no anduvo descalzo por entre los cantos y tampoco se arrastró, que se quedó tieso de un mal golpe y algún desaprensivo le robó las botas al cadáver.

Aunque tampoco apareció la mula, seguramente porque no tenía nombre, y qué puede hacer, sino perderse, una mula sin nombre y sin amo.

El juez, abiertas las diligencias y después de examinar las pruebas, que consistieron en lo principal en esto que el cura le dijo, atribuyó la defunción a causas puramente accidentales.

Lo que ellos quieran, pero Zoilo tenía la cara de luna llena, vamos, que lo inflaron a hostias.



La tía Albina se hizo cargo de todo, de dos sobrinas que contaban escasamente doce y nueve años, de la casa y de un patrimonio nada despreciable. Además, Albina supo mantenerlo intacto, sin vender una sola de las propiedades que administraba y dándose buena maña a la hora de contratar obreros y pastores; solo cedió ante un colindante por una servidumbre de paso que reclamaba de antiguo y que a ella, consideró, no le causaba ningún perjuicio, todo lo contrario, que el camino estaba trazado y camino era. Puede causar extrañeza, viniendo según de quién, lo que no es más que la natural prolongación de un pensamiento ordenado.

Además, así contradecía Albina a su cuñado una vez más, aunque éste no pudiera verlo. Zoilo siempre mantuvo que la linde la marcaba la hita y el colindante que no, que el camino llegaba hasta el final y partía la finca en dos, y con eso le daba paso, y que el límite bien podía arrancar de la sombra de los abedules, que rozaba el camino mismo.

En lo que no consentía Albina era en hablar siquiera de novios ni nada parecido, en lo que a sus sobrinas se refería, y eso que eran todavía demasiado jóvenes para tal paño.

─ ¡Pues por eso mismo, coila! ─decía.



Nunca tuvieron las Zoiletas necesidad de entresacar patatas ni de subir andando por el camino viejo. Jóvenes, por feítas que la gente quisiera verlas no lo serían tanto y, sobre todo, con ese caudal, no sé por qué crecieron con el estigma de solteronas. Seguramente porque las dos, sin parecerse nada, nada a él, tenían algo que recordaba de manera permanente a su padre. Y su padre no caía bien.

El caso era ese. Ese y que los primeros muchachos que levantaron las faldas a las Zoiletas se encontraron en el acto con una pedrada entre las orejas, de parte de la tía Albina, que tenía la facultad, entre otras, de aparecer como un fantasma cuando menos se esperaba. Al último que se atrevió, casi lo mata.

En otros pueblos de alrededor, como en La Celada, los críos cruzaban apuestas a ver quién subía, con grave riesgo de despeñarse, a lo más alto de la Cantera Roja, abandonada de la noche a la mañana por la empresa concesionaria y con ella a muchos hombres que allí se dejaron la piel y los huesos durante más de media vida, por no decir la vida entera; o a ver quién aguantaba más tiempo con la cabeza apoyada sobre la vía del tren, cerca del apeadero de Milranas, cuando veían venir la locomotora. En Parrio, y llegaron a tener fama de valientes, los muchachos apostaban a ver quién se atrevía a subirle la falda a una de las Zoiletas, aunque solo fuera a una de ellas. Pero terminaron por cansarse y, además, fueron creciendo y pensando todos en cosas de mayores. Todos menos Teatino, que aún continuó intentándolo y no por ser el tonto del pueblo se libró de las pedradas de Albina, y así tiene ahora la cara, el pobre.

 El tonto del pueblo creía ser zahorí, y siempre se le podía ver equipado con su ramita de avellano y el péndulo colgando del bolsillo trasero del pantalón. Naturalmente, nunca descubrió gran cosa, ni corrientes de agua oculta ni nada de nada, solo una vez llegó a la Plaza con dos saquillos llenos de chapas cárdenas por el óxido y dos o tres monedas romanas en las manos, en los Picos del Oso dijo que las halló, donde unas ruinas, eso es verdad, se tambalean deshechas, definitivamente cansadas, sin que nadie les haga ya ni puñetero caso. El tiempo, siempre tan crucial, no solo el de los siglos sino también el de las estaciones, cae sobre las piedras y las copas de los árboles. El sol, allí, no puede entrar nunca rasante, de modo que sobre los huecos de esas piedras se cortan las sombras y la luz entintada.



En el bar Deportivo, el único bar de Parrio y que, además, hacía las veces de estanco y de 1X2, un forastero mencionó a Zoilo, y lo hizo para decir que lo mataron, que a Zoilo lo mataron. Naturalmente, el hombre estaba ebrio, pero eso ni le quita la razón a él ni la inquietud a los otros. Y como el ave que más veloz vuela es el rumor, poco tardó en llegar a la Iglesia, a la sacristía, donde don Roger leía unas actas y otros documentos viejos e inútiles para ver si procedía su destrucción, que de tantos legajos y montones de registros y papeles ya no era posible mantener allí un poco de orden.

 Cuando el cura llegó al Deportivo, el forastero se había marchado y él no quiso, de momento, preguntar nada a nadie. No llegó a entrar al bar y desde la misma puerta se dio media vuelta, cruzó de nuevo la Plaza pública y regresó a su Iglesia, mojándose con la misma lluvia que a la ida; más, que ahora arreciaba de lo lindo. Y allí, claro, ya no pudo concentrarse en otra cosa sino en darle vueltas y más vueltas a un asunto que parecía definitivamente cerrado y olvidado por todos, o por casi todos olvidado, tratando de restar validez a esta forma de saber.

Algunos vecinos vieron alejarse entre la polvareda un 1500 color marfil, en dirección Norte, es decir, hacia la  carretera nacional. Podía ser el de Vicente Rus, a quien sus amigotes llamaban Virus. Pero no se trataba de su coche, Vicente tuvo uno parecido ─su padre, mejor dicho, que se lo consentía todo y, encima, se enorgullecía de las tropelías de su muchacho, que era ya un hombre y aún no había hecho ni nunca haría nada de valor─, quizá del mismo color, pero lo sustituyó hace ya tiempo por un Dodge largo, de los que tienen los cambios en el volante, el preferido de la Charito y de la Espe, menudas eran la Charito y la Espe, había que verlas cuando iban juntas a la fuente a refrescarse y se asomaban a ella entre risas y gestos bien descarados, dejando entrever hasta las bragas, qué digo entrever, enseñándolo todo, eso sí, como quien no quiere la cosa. Cuántas pajas se habrá hecho más de uno con semejantes sugerencias. ¡Ay, la Charito!, ¡joder, con la Espe! 



A pesar de que siempre decía que los actos casuales nos han de poner en alerta, remusgó tanto don Roger con las revelaciones del forastero que cayó enfermo y hasta le vino un poco de delirio, lo que nunca había sucedido. Y el obispado mandó para sustituirle mientras durara su enfermedad a un curita mallorquín, recién llegado de Roma y estirado por demás, tan estirado que no se hablaba de otra cosa en el pueblo y en las alquerías cercanas. Bueno, sí, se hablaba del cura nuevo y del extraño mensajero, de la muerte de Zoilo, de sus hijas y de su cuñada y de lo raras que eran, y de... Pero tanto importunó el curita que algunos hombres en Parrio empezaron a faltar a misa, para protestar, decían, para protestar y para jugar la partida de dominó de los domingos a sus anchas. Las mujeres no dejaron de acudir puntuales, por respeto a don Roger, que seguía siendo el párroco, por respeto a don Roger y por temor de Dios.

Afortunadamente, nuestro pater se recuperó pronto y el sustituto se marchó a hacer gárgaras, sin despedirse siquiera, sobre todo después de que don Roger se presentara de improviso a oficiar como si él no existiera, ignorándole, humillándole casi.



Lo cierto es que las Zoiletas se fueron convirtiendo en solteronas por convicción ajena y pocas, muy pocas muchachas de su edad quedaban sin casar a estas alturas, aunque solo fuera por pura impaciencia. Además, ellas, las Zoiletas, impecablemente vestidas de negro, siempre parecieron mayores de lo que eran, lo que no descubría precisamente su estado de disponibilidad. Y como la población no aumentaba por estas tierras, sino todo lo contrario, quien más, quien menos terminaba emigrando, algunos mejor cuanto más lejos, las posibilidades de encontrar pareja mermaban a marchas forzadas.

Y todo a pesar de algunos indicios de prosperidad y progreso que se daban de vez en cuando, si no directamente en Parrio, lo que alguna vez ocurriera, sí en los pueblos cercanos de mayor entidad, como en San Quirce de Saz, a solo seis kilómetros dirección oeste, donde algún aventurero, como no dudó en llamarle el mismo don Roger en más de una homilía, sin ser éste el peor calificativo que dedicara a la nueva industria, instaló una sala de cine, nada menos ─Luxus Cinema, podía leerse en su gran rótulo y en los carteles que lo anunciaban a todo color─, si bien solo llegaron a proyectarse dos películas, una de amor y lujo y otra de miseria y mortandad, que nadie se molestaba en recordar ni aún por su título y que, desde luego, no disfrutaron las Zoiletas, ni solas ni acompañadas.

Corrieron rumores de que esto del cine podía ser cosa de Virus y sus amigos, Dimas entre ellos que, aunque surgiera como un pobre bufón en la corte de unos gamberros, había comenzado a ganar afectos y adhesiones en ella. Nada tuvieron que ver, después se supo, debió tratarse de un mecenas, el arte por el arte, ya se sabe, o de un empresario hastiado que no encontró mejor sitio donde tirar su dinero.

Si tenían las Zoiletas, que a eso iba, el carácter agrio y el genio brusco, la simpatía y la belleza brillaban por su ausencia, lo que, todo junto, hacía una torta de difícil digestión.



Fue por estas fechas cuando Albina empezó a sufrir como de cardialgia, y nada le aliviaba, solo con una mezcla recetada de polvo de harina de cebada con el zumo de unas granadas dejó de vomitar, pero no se le pasaba el ansia ni la pena del estómago. El médico le administró quina y unas gotas de espíritu de nitro dulce en agua fría, pero no consiguió calmarla. A nadie se le ocurrió darle caldo de pollo, y agua, mucha agua, que siempre es necesaria para el hombre y la mujer porque, desde que nace hasta la última vejez, camina continuamente a la sequedad con el curso de las edades.

Como si hubiera querido esperar a la mayoría de edad de la más pequeña de las Zoiletas, sus sobrinas, Albina estuvo así varias semanas y precisamente cuando parecía ir mejor, le dio un ahogo, consiguió llegar hasta la cocina dando tumbos y se murió. Dio sus últimos pasos apoyándose donde pudo y empujando, barriendo todo a su paso con manos y brazos y nada dejó en pie, solo una candelilla que, de haber caído, hubiera derramado su fuego por la estancia.

El guiso de trigo que empezaba a hervir entre las pavesas, se requemó, dejando en el aire un vapor dulzón.

 Pocos asistieron al entierro, entre ellos un lloroso Teatino ─¡Jesús, qué tonto es este crío!─ y algunos deudores atrasados, más con la intención de certificar el entierro de sus pasivos que con la de mostrar sus mal disimulados ánimos.

El gato de Albina, Ojalá se llamaba, un gatito menudo y muy galán, se volvió de pronto irascible, siguió al pequeño cortejo por los árboles del paseo que conduce de la Iglesia al cementerio de Parrio, hasta que se cansó, de un calculado salto se acomodó sobre el ataúd de su ama y, de otro aún mayor, se fue chillando y con el lomo enarcado. Su bufido me recordaría el silbido de la serpiente.

No me gustan los gatos, ni siquiera los gatos de invierno me gustan, no me hacen gracia. Ojalá desapareció de nuestra vista, desapareció como el borracho del Deportivo, el que anunciara casi a voces que a Zoilo lo mataron.

Adultas, siempre juntas, las Zoiletas se mostraron ajenas a todo como cuando niñas, con una imperceptible sonrisa pegada a los labios. Y es verdad, las dos tenían una sonrisa que parecía un tatuaje inquietante y perturbador para quien pudiera apreciarlo. Los que por un motivo o por otro tenían algo que ver con ellas, aseguraban que ni el más punzante alfiler sacaría sangre de sus venas.

La escarcha ligera, que podía durar todo el día a pesar del cielo despejado y del sol tibio de los primeros momentos del día, cubría la hierba de invierno, como en el mejor cuento de hadas.

Don Roger rezó un responso rápido y apenas inteligible, un responso que hizo que algunos de nosotros nos mirásemos furtivos, sin atrevernos a levantar la vista sino lo justo, extrañados, sobre todo después de descubrir una lágrima de emoción en su rostro, aunque el cura le echara la culpa al frío.

A pesar del sol hiriente de algunos momentos del día, el frío nos envuelve, lo envuelve todo. Una repentina tormenta hizo que el entierro de Albina durara menos de lo que suelen durar estas cosas.



Los mismos obreros siguieron cavando las tierras de Zoilo, de sus hijas, con sumo cuidado, como si fueran propias, a lo que algo ayudaría el hecho de que las Zoiletas, conscientes de que su disposición para estos tratos no era, ni mucho menos, la misma que la de su tía, decidieran aumentar los salarios, sin que en este gesto quepa indicio alguno de generosidad, sino de mala crianza, creyendo que así podían eludir la obligación de vigilar las labores, afianzando, en fin, su propia condición.

Al final, en unos años, tuvieron que vender, esta vez sí, algunos terrenos, como la Chopera de Mangurrián, que al poco tiempo apareció desmochada sin que hasta la fecha se sepa por qué, o la Vegallera, una finquita capricho de su padre. Se desprendieron de lo menos productivo de la herencia y no lo vendieron mal, a como estaba entonces, qué más se puede pedir. Anda, que si Zoilo levantara la cabeza, que para él vender era lo último, lo último...

Pero esto ocurrió después.



Nunca hablaron mucho las Zoiletas, ni en público ni en privado, la que menos la otra Zoileta. A la vista de todos, la otra Zoileta parecía ir a remolque de su hermana, aunque eso no fuera del todo cierto.

─Se dice lo que se quiere decir y, si quieres, lo que no ─decía, y así quedaba tranquila la más callada.

Definitivamente solas las dos, se dedicaron a rebuscar entre los innumerables rincones de la casa familiar, donde el orden era el mismo de siempre: nada en su sitio, nada revuelto.

Buscaban sin la pretensión de encontrar, sin interés en los recuerdos, sin comentar los hallazgos, por puro aburrimiento. A veces encontraban un cajón repleto de cachivaches, antiguas cartas y fotografías de personas y lugares que ellas no conocían o no podían recordar, botones de los caros, viejas cartillas de racionamiento sin aprovechar, plumillas y lapiceros, monedas en desuso, recibos ordenados por fechas, algunos documentos muy estropeados y justos títulos de propiedad escritos a mano con una letra picuda que no había Dios que la entendiera, y cosas así.

Las cartas las leían y las fotografías las remiraban, pero lo dicho, sin interés. Entre los libros de comercio de Zoilo, su padre, llenos de anotaciones hechas a mano y otras indicaciones en sus hojas, encontraron una de esas fotos que, esta sí, les llamó la atención, pues se reconocía claramente a la tía Albina, aunque mucho más joven, junto a un seminarista, en Orihuela, según había escrito alguien por detrás. La fotografía les hizo gracia y la dejaron a la vista durante un tiempo, sobre el estante de la chimenea o sobre el aparador, según a la Zoileta o a la otra Zoileta les diera el gusto.

─Te place lo que quieres que te plazca, a veces lo que no ─decía la otra Zoileta.



Don Roger visitaba de vez en cuando a las Zoiletas en su casa, lo que nunca hizo en vida de Albina ni mucho menos en vida de Zoilo, no se le hubiera ocurrido.

Cuanto más pienso en Don Roger, más me acuerdo de lo que, sentado en su terraza frente a mí, me contó mi amigo Ginés ─el primer profesor titular, por oposición, que llegó a la escuela de Parrio─, y no he podido dejar de pensar en ello desde entonces: que a principios de un siglo muy lejano habitó por estas tierras un desertor procedente del sureste, que huía no solo de los ejércitos que lo reclamaban como se reclama una bestia de carga, sino también de un amor interrumpido o atormentado ─nunca se supo─, de imposible correspondencia. El soldado, en su afán por esconderse, se hizo clérigo, lo que despistó a los capitanes, que además fueron poco a poco abandonando unas tierras donde no había nada por lo que luchar. Pero no fue suficiente para confundir y apartar a la joven del sur, que le confirmaría su amor, a pesar de la sotana, cuando su dueño regresó para enterrar a su madre y rezar por ella. Al verse descubierto, lleno de pesar huyó de nuevo con la firme intención de no volver jamás. Pasaron así muchos, muchos años y el azar quiso que se encontraran de nuevo, ahora a este lado del mapa, sin que esta vez fuera ella capaz de reconocerle siquiera.

Ni el valor del soldado ni los libros sagrados supo utilizar en debida forma, hasta que ella se fue de este mundo sin que ninguno de los dos hiciera completo recorrido alguno, sin intentarlo siquiera, huyendo del entusiasmo y de la sorpresa, siempre huyendo. Eso aleja.

Y no puedo dejar de pensar en esto, digo, porque desde que el profesor contara semejante historia, me parece ver a Don Roger vestido de soldado antes que de fraile.

Esa noche, Ginés se emborrachó.

         

Ginés tenía un cuartito pequeño e, inmediato a él, una buhardilla trastera con una azotea de ocho o nueve metros cuadrados sobre el tejado. Las tardes de verano que no pasa en el pueblo de sus padres, saca una silla y las pasa allí, que es un lugar fresco, leyendo algún periódico casi siempre atrasado, a veces hasta una semana atrasado. También contempla los planetas y las estrellas, aunque no sea capaz de distinguir Marte de Sirio, lo mismo da, ni de ver a Caín con su haz de leña en las manchas de la Luna; su perrita ─Cósmica, le puso─ le acompaña.



Las Zoiletas cumplían así años, cómodas en su retraimiento, entre olvidos y sin concentrar su atención siquiera en las cosas cotidianas. Ese recelo anidaba en su propia inseguridad, probablemente desde la infancia, una infancia llena de reproches de un padre del que se acostumbraron a no esperar nada y el amparo de una madre disimulado por otras exigencias, encubierto, en fin.

Y don Roger atendiendo a la misma parroquia de siempre y dando rienda suelta a su manía de destruir documentos y papelotes, como los de la defunción de Zoilo, que sin saber por qué allí aparecieron y allí descansaban desde que el juez, hace años, hiciera caso al cura.



Mientras tanto, dentro de un cajón, en los sótanos dependientes de algún juzgado de la Provincia, junto a un informe donde se detallan algunas referencias y una lista de sus pertenencias, se acomodan los huesos de Zoilo sin que nadie les hable ni les llore, pues por alguno de esos trámites inacabables a los que nunca podrá uno acostumbrarse, continúan sin recibir sepultura.











































2.



─¿Tú estás seguro, Dimas?

─¡Hay que joderse...!

Así un día y otro día, sus amigos no paraban de preguntarle, algunos con sarcasmo, acerca de su inverosímil decisión, como si se tratase de algo que a todos ellos compete.

Una tosecilla como de irritación dominaba la cara de Dimas durante gran parte del día.



Dimas parecía pertenecer a esa clase de hombres temerosos de cualquier porvenir, los que han pasado de sentir cierto horror a qué hacer ante el vacío de la posibilidad infinita, a desear hacer cualquier cosa para salir de su propio vacío. Las reacciones que un necio e imprudente como era este hombre, poco precavido, en fin, puede tener al tropezar con lo que no se quiere de sí mismo, son innumerables y en verdad insospechadas. Debía haber mucho de esto en Dimas. Por eso, ante un cansancio dominado, decidió casarse con la Zoileta a la primera de cambio, en cuanto se le ofreció y aunque no fuera eso lo que buscara, si es que un alma quieta busca algo que no sea la sombra proyectada por la luz de una vela.

Esto les pasa a quienes no han practicado cierta mirada romántica alguna vez en su vida. Para Dimas eso, como muchas otras cosas, resultaba desconocido.



El pacto logrado para celebrar la boda no fue producto de la ingenuidad de la Zoileta, como podía parecer a algunos; aunque en Parrio, allí de donde el que puede huye, son posibles unos momentos de fantasía y felicidad de verdad raros, de soñadores a su pesar. Y quién pudo intervenir en él continúa siendo un misterio.

Mientras, los rumores solo quedaban atrás en los desayunos de las primeras horas del día y en las mínimas y verbales siestas de aquella primavera; rumores de las casas y calles que crecían y pesaban sobre un solo y ya aburrido asunto: la boda de la Zoileta, inasible idea, una idea absurda y descabellada.



Nadie parecía advertirlo, pero cada paso que Dimas, por su lado, y la Zoileta por el suyo, habían dado en su vida funcionaba como un fragmento de un solo recuerdo, del que aún quedaban visos de realidad. Cada paso, cada momento es como un fragmento de una realidad opaca.

Eso es lo que la Zoileta y Dimas tenían en común y, quizá, eso sea lo que hace que sus miradas se muevan en busca de límites, incapaces de cambiarla por otra que incluya como fondo la línea del horizonte.

Naturalmente, nada de esto tiene algo que ver con la boda ni con el pacto que a ella condujo, pero terminas por buscar parecidos y coincidencias y encuentras más de las que esperabas, como en el cuento de nunca acabar.



He mencionado el pacto para celebrar la boda y, más que el pacto, a alguien que necesariamente debió intervenir en él. No es así. Concluyo fatalmente en el hallazgo de circunstancias ajenas a los protagonistas, extrañas y proclives a diluirse en el entorno, pero que llegaron demasiado lejos.

También he mencionado a los amigos de Dimas, a quienes todos conocen y a quienes no les sacaría de su ceguera ni el Lucero del Alba, que era uno de los nombres de Santa Lucía. Nada tuvieron que ver en esto, que nadie quiera buscar intrusiones o complicidades que no existieron; lo sé porque ni el más observador hubiera podido encontrar en ninguno de ellos atisbo alguno de remordimiento, no cabría entonces mayor perversión.

                                  

Mi madre solía decir que hay bodas, bodorrios y bodas de todos los demonios. De haber vivido, la de la Zoileta con Dimas la hubiera dejado, sin duda, para un catálogo más amplio.

Aún recuerdo el día de la boda, a la que, estando invitado, me resistía a acudir. Desde la misma puerta de casa se ve la iglesia y la calle principal por donde se accede a ella. Así pude presenciar la llegada del novio y la de un montón de impacientes invitados todos vestidos de domingo. Algo inexplicable me hizo bajar la calle apresuradamente, justo antes de que comenzara la ceremonia, a la hora señalada. Se veía muy disgustado a don Roger, tanto que procuró acelerar la liturgia todo lo posible y acabar cuanto antes con este collage subversivo y obsceno.

Si por casualidad alguien me preguntara por qué, no sabría responder, pero me hubiera gustado imaginar la boda de la Zoileta con un público guapo, sonriente, bien trajeado, con un coche blanco, de lujo, en la puerta de la iglesia y, después, a ella, a la novia, con un cóctel en la mano; y no como fue, con una comitiva impuesta que más parecía una comparsa medio estragada por la desdicha, surgida al contacto de los conflictos que este pueblo genera, como títeres aventurados en febriles danzas, acres a veces en sus risotadas, empeñados en rasgar la calma sin dejar, a un tiempo, de pedir silencio. Podríamos encontrar diferentes hilos desde los que tirar.

Quizá esta maldita boda fuera una parada en medio de estos ruidos, un rearme.



Sin poder remediarlo, allí me hallaba, presenciando lo que no debía pasar de un espectáculo pueblerino sin más, como tantos y tantos vividos durante todos estos años en Parrio. Avanzada la ceremonia y con don Roger fatigado, tras una silenciosa pausa a la que todos prestábamos especial atención y tras la que la novia debía responder “sí, quiero” de una forma consciente y sincera, no hizo tal, de hecho no dijo nada sino, enmudecida, se tiró un pedo, el pedo. Todos lo pudimos escuchar sin confusión.

Turbados unos, con maliciosa sonrisa otros, perplejos la mayoría de nosotros, el silencio pudo haberse hecho eterno en el interior de la iglesia de no haber sido por Benitín, el pequeño de don Benito, el médico, que despejó las dudas imposibles de quien hubiera querido hallarlas.

El mismo cura guardó inusual silencio, quizá en la confianza de que nadie o muy pocos lo hubieran advertido o, mejor si cabe, que todo hubiera sido producto de su deficiente oído.

Al cabo de unos minutos en verdad interminables, segundos tal vez solo, Dimas dio la espalda al altar y, sin decir nada, ni al cura ni a la novia, ni una palabra, salió despacio de la iglesia sin que nadie le acompañara ni hiciera nada por retenerle; aunque, a primera vista, nada o muy poco podían hacer, después de todo.

            El pedo de la Zoileta, ese detalle ajeno a lo impecable, nos explica que cuanto se oye es también humano, y lo que inicialmente pudo inquietar por la sorpresa, acabó imponiéndose con contundencia. En estos días aciagos, alguien se empeña en llenar el deshecho de contenido, sin dosis alguna de sensualidad, como en un vulgar duelo desatado durante una borrachera.



Cuando todo terminó y logró llegar a casa sola, más sola que nunca, la Zoileta se deshizo en llanto, no en llanto de amor ni de rabia ni de odio siquiera, pero lloraba y lloraba, se lamentaba: anunció una suerte desconocida y la hizo suya, desordenándola. En seguida apareció su hermana, sin entender muy bien qué estaba pasando realmente o, por mejor decir, sin saber aún a qué venía todo esto.

            La Zoileta sentía en el pulso y en las sienes cómo todos en la iglesia ‒en una actitud considerada y malévola, que pueden resultar peligrosamente sinónimas‒ la habían contemplado como testigos mudos de su desencanto. Encerrada ahora en su habitación, podía verlos uno a uno, sus gestos, sus miradas espontáneas o huidizas y sus burlas y se volvió contra ellos furiosa y enloquecida. Llena de cólera, asestó patadas y golpes en la pared y dio contra ella cabezazos. Veía las cosas del mundo y a sí misma como en un espejo deformante y la nueva vida pergeñada desde hacía semanas, desmoronarse como los desordenados ladrillos de la Torre de Babel.

Finalmente se tranquilizó, se despojó de aquel horrible vestido de novia blanco, blanco degradado como el de la sal en las salinas y, desnuda, durmió con gesto adusto durante horas, hasta que la desesperanza la despertó, aunque no abriera los ojos hasta pasados unos momentos de inquietud.



Dimas, sin embargo, incapaz de pegar ojo en toda la noche, abandonó el pueblo antes de que amaneciera camino de San Quirce de Saz, donde quedaba la estación de ferrocarril más cercana a Parrio; y eso a pesar de que el tren más próximo no pasaría hasta bien entrada la mañana, una mañana en la que, mirando de frente a los vecinos, descubrí o, al menos, eso me pareció, que lo que realmente quieren es encontrarle la gracia al mundo que les ha tocado vivir, aunque a veces no les resulte fácil conseguirlo.

Muchos se limitan a reírse cada vez que alguien cae al abismo, quizá porque ellos saben que siempre es mejor reír que llorar mientras esperan su turno. Otros, sin embargo, en el transcurso de esa espera y para escapar de oscuras supersticiones y leyes confusas, tratan de sacar provecho de los acontecimientos inesperados de la vida y no morir así por cosas abstractas. Pocos eran en Parrio los que poseían esta rara habilidad.

            A propósito del insólito y grotesco desenlace de la boda, o más bien como una circunstancial secuela de aquél, don Benito compuso una obra llena de ácidos timbres, acentos sarcásticos y una rítmica violenta, pretendiendo esquivar así todo tipo de emoción, como en una historia de hechicería y amores malditos; después, volvería al acabado romántico de todas sus piezas.



El tren que Dimas esperaba se había detenido más tiempo del habitual en la modesta estación de San Quirce de Saz y él aguardaba impaciente a que arrancara en uno de sus vagones, con la cortinilla corrida, tapando por completo la ventana. No quería ver a nadie, ni que nadie le viera.

Chispeaba cuando por fin el tren arrancó esa mañana de marzo, santa Gundelina, recién iniciada la primavera, una primavera en la que no cesaron las lluvias del invierno, herederas de las del otoño, vaya año; y lo primero en que se fijó Dimas en su huida, si podemos llamarla así, después que el convoy pasara aún con lentitud por delante de unos chopos maltratados al pie de la vía, fue el local del Luxus Cinema, o lo que de él quedaba, sin el halo de la vida que, aunque fugaz, tuvo. Después, la escombrera y ya el sembrado a ambos lados de la vía.

Nadie olvida nada, aunque la memoria vaya transformando la realidad pasada desde el presente y nada veamos como era, nada.



La mejor lluvia es la que cae durante todo el viaje. Son gotas como eslabones que encadenan ideas, cosas; tras ella, todo sonido es nítido y el ruido veloz del tren acompaña ahora lo que a nuestro pensamiento acude; algo muy parecido a la impresión que de niño me causaba la máquina de coser de mis tías, aquel engendro extravagante y poético dotado de pedales y, por tanto, en movimiento y cuya perfecta armonía llegaba articulada y rítmica desde su rincón al mío, y que podía y aún puedo conservar incluso entre el ruido y la multitud.

 Tan pronto como transcurre, cada momento que pasa es olvidado, con fuerza a veces para eclipsar mundos enteros. Mundos, mundos..., el mundo es un lugar extraño.

 Una huída, en efecto, que a veces, por no herir, escondemos los significados hasta falsificarlos y equivocamos la suavidad con los buenos deseos, deseos buenos que algunos no merecen. Huía Dimas.



Trabados los días y los hechos en la memoria de todos, se supo que hizo un alto, sin necesidad, en una estación del ferrocarril elegida quizá al azar, pasada ya la capital de la provincia, lo que indica su intención de ir más allá, al norte necesariamente. Se desconoce dónde pasó la noche.

El tren había discurrido por un largo tendido lleno de curvas que bordea un sinfín de pequeñas lomas, por las que el viento sopla y sopla incesante, sin demasiada fuerza, pero incesante y sin que se divise un solo árbol en lo que la vista alcanza. La soledad empezaba a traducirse seguramente en abandono, una soledad que acaba siendo acompañada del resto de las soledades de las otras impresiones, de otros rastros unas veces dejados, recorridos y remusgados otras, rastros de la libertad que no se encuentra en los lugares durante largo tiempo habitados por uno, libertad del cuerpo y de la diferencia.

           

Después se han contado muchas cosas en Parrio; lo cierto es que el último en hablar con Dimas fue nuestro médico, don Benito, quizá para facilitarle alguna sugerencia en un supuesto viaje a la Argentina, donde podría contar con algunos familiares emigrados que le ayudarían, es un suponer. Hay quien dice que los argentinos tienen mucha gracia, pero yo nunca he conseguido encontrársela, a pesar de su tacto y del buen gusto que inspiran.

El médico, últimamente enfrascado en restituir la sonoridad olvidada del clave con pedales, un instrumento que existió en época de Bach pero del que no sobrevivió ni un solo ejemplar, recordaba a Timoteo, el tío abuelo ausente de Parrio desde hacía más tiempo del que hubiera deseado y a quien dedicó el pasado año una operita muy breve sobre un libreto romántico de fantasmas y otras criaturas sobrenaturales de nombres inventados.

                Lo más probable es que Dimas embarcara hacia las costas de Irlanda, tratando de corregir lo incorregible.

           

En esos días, acudió don Benito por primera vez a casa de Ginés y en la terraza nos contó historias de indios músicos, músicos forajidos y otros seres fantásticos también músicos que había conocido con ocasión de algunos viajes o por vanas referencias. Me recordó el Libro de los girasoles negros, de la colección de inéditos de Flor DeLie, que una vez tuve ocasión de leer, donde un sueño describe otro viaje, aquel sin final que vive el último condenado después de la extinción, suprimidas las horas; ese final he imaginado para Dimas y así lo dije aquella tarde. Don Benito me pidió que leyera un fragmento; en presencia de Ginés, leí sin satisfacción algunas notas:



                        Se revuelve en el oscurecer / el miedo, el hombre / que huye, / el habla y lo que oye / nada le dicen. / Huecos los cuerpos / fijan la mirada, luces / iluminan el mal / que les acompaña, / la mayor contradicción / en que pensar se pueda.

                                                           

No habrá sido / seguramente el azar / el que haya dispuesto / el silencio / tras la extinción. / Rostros, catástrofes, / fragmentos corporales, /  todavía recuerdo / cómo vino la vida.

           

            Tardío en sus respuestas y todavía dolido, nunca emprenderá Dimas el regreso a casa. Aunque esto ya no tenga tanta relevancia.



Tres días después de su fallida boda ‒imperfecta, la llamaría Ginés, ya lo he dicho, el último profesor de la escuela de Parrio‒, lo que la Zoileta oía, porque no lo recordaba, sino aún podía oírlo, era una lenta procesión, una sucesión de temblorosos sonidos que se desplazan en el espacio sonoro sin rumbo. Es la vulnerabilidad del que escucha y nada puede hacer.



Hacía rato que las Zoiletas habían terminado de cenar juntas, aprovechando algunas sobras del mediodía y unas fuentecillas de nueces, higos, naranjas y otras frutas de temporada con un poco de pan. Y eso era lo raro, lo que tardaba la Zoileta en incorporarse de nuevo al larguísimo silencio de cada noche alrededor de la mesa a imponer su mirada desollada y despectiva, intermedia, como la del niño procaz que se divierte, el niño de mirada torva que ha encontrado la parte débil de su acoso, una parte tan importante como las venas en nuestro cuerpo.

Atravesando un zaguán, la otra Zoileta llegó al cobertizo cerrado a cal y canto, en desuso desde los comienzos, sin que nadie supiera por qué, sin motivo. Cansada de buscarla por toda la casa y temiendo ya algo malo, no malo, peor, empujó el portón como si la esperaran y allí la encontró, con su vestido de novia puesto, como una mosca que ya no se debate, definitivamente atrapada en la tela de la araña. Solo una rendija rompía la oscuridad total, iluminando en su vertical una vieja cañería herrumbrada por donde solo pasa, desde hace años, un hilo de agua podrida; todo en el pajar se hallaba en penumbra, la Zoileta también, en una penumbra que la hubiera protegido de todas las miradas, pero ese haz de luz, si te fijabas, alcanzaba tímidamente su perfil, desde la cabeza a los pies; hasta que su hermana logró abrir la puerta que daba al camino e iluminó de golpe todo el espacio.

La Zoileta tenía la mirada hebrea, condenatoria, como sus profetas, como nunca había sucedido en la historia de los ojos y la mirada. Hubiéramos podido ver una mirada que escruta y aterra, solo ojos sin rostro, como caras que levitan sobre un fondo oscuro.

La otra Zoileta permaneció en el sobrado un buen rato, mirando hacia arriba con las manos caídas y entretenidas, quiero decir, tenida una entre la otra en un suave nudo, observando el cadáver de su hermana vestido de esa forma y colgado por el cuello de una soga amarrada a la cercha del tejado. No hizo nada ─el miedo no se exhibe─, cerró cautelosamente el portón, se metió en la cama y decidió esperar a la mañana: “fuera hace frío, y falta mucho para que salga el sol”, pensó para sí.

Y no nos metamos donde no nos llaman.