lunes, 7 de enero de 2013

Inútil confesión

Presento a continuación mi última Tangerina, esta vez un poco más extensa de lo habitual, y que ha recibido un premio que aprecio especialmente. Sin embargo, durante el acto de entrega, recibí con sorpresa algunas interpretaciones que no se corresponden en absoluto ni con lo que se dice ni con lo que he querido decir.
       Aunque la mayoría de los lectores entendieron su contenido en lo esencial, dada la sorpresa que acabo de comentar, agradecería a los amigos de este blog sus aportaciones. En todo caso, espero sea de vuestro agrado. Muchas gracias.


Inútil confesión


Alexander P., el tío Alex, conoció a la baronesa Thess en un momento muy difícil de definir, como si pudiera hacerse fácilmente con algo entre la juventud plena y una incipiente madurez. En un momento difícil y por azar.
       Y me lo contaba a mí, en su residencia de Alperton, mientras todos celebrábamos su cumpleaños y yo admiraba la alegre belleza de Rocío, la prima Rocío -un nombre español elegido por su madre, la tía Emily, sin saber por qué-, entre pasteles de zanahoria y jengibre y lacónicas obras interpretadas por Gorgo, un músico anónimo, un desconocido.
       ¿Tío Alex? -requerí, después de una pausa que me pareció demasiado larga, sobre todo conociendo a tío Alex-. ¿¡Tío Alex!? -insistí inquieto, quizá impaciente. A punto estuve de zarandearle, siquiera levemente.
       Tío Alex reaccionó despacio, me pidió que cerrara la puerta del pequeño gabinete -más austero que nunca; conventual, diría- y cogió su whisky con hielo, sostuvo el vaso en su mano como si se dispusiera a brindar, y enseguida lo dejó en la mesa, sin soltarlo. Cogía y tocaba las cosas acompañándolas, como si no pesaran.

Aprovechó que tía Emily recibía a los invitados para hablarme de nuevo de la baronesa Thess, jovencísima, divertida, enamorada de paises distantes; me habló con decoro de su pequeño pecho desnudo bajo la blusa, desabotonada lo justo para adivinar su mágico perfil, me gustaba mirarla así.
       - ¿Así?  -interrogué, no pude evitarlo.
       - No seas impertinente, querido sobrino. Fue todo lo que dijo.
       Con un rumor casi imperceptible de voces al otro lado, recordó imperturbable su viaje a Estambul con la baronesa, el hotel de madera, remodelado después de un pavoroso incendio, donde se hospedaron; los salones donde se protegían del frío por el aire calentado en una gran estufa de piedra y que circulaba gracias a un primitivo hipocausto, donde celebraron entonces la rendición de las tropas alemanas en las islas de Alderney y Guernesey; las mañanas eternas por Kapalıçarşı y el regreso al hotel, donde hablaron durante la cena de la vieja Lisboa, de Tánger, de Barcelona.
       Sin pudor, tío Alex regresó al pecho de la joven baronesa, a sus oscuros pezones llenos de sabor, a su perfume de verano que usaba también en invierno... a como tía Emily le preguntó a su regreso, sin preámbulos, qué tal los negocios en Estambul, lo que nunca antes había sucedido.
       - Entonces, tía Emily...?
       - La baronesa y yo no volvimos a vernos; tampoco hicimos nada por encontrarnos, después de todo.
       Esperé unos segundo para dar tiempo a tío Alex a que diera por teminada su historia. Me disculpé.
       - Ahora vengo, tío. No tardo ni un minuto.
       - Adiós, sobrino.

Abrí la puerta y vi frente a mí a la prima Rocío, que apoyaba levemente su cabeza sobre el hombro de tía Emily, su madre. Al verme, las dos levantaron la vista. Bajo el umbral, rozando aún la puerta con la mano, me giré hacia el gabinete y pude ver el ataúd. Puse la mano sobre la mortaja; entonces, creí percibir un suave latido. Después de unos segundos, le mire los ojos; los tenía cerrados, naturalmente, pero yo le miraba como si aún pudiera ver a través de ellos.
       Retiré mi mano, pues me pareció que tío Alex iba a hablarme de un momento a otro.