martes, 28 de enero de 2020
viernes, 21 de noviembre de 2014
La sonrisa del maestro
La semana pasada conocí al maestro Kinya Matsumoto en Murcia. En realidad, le conocí el año pasado, con ocasión de su conferencia sobre Haiku. La conexión con el maestro es inevitable desde el primer momento y su energía, Ki, se transmite por sí, se comunica, se traslada como el silencio de una trinchera.
No en vano, el maestro, además de Haiku, practica y enseña Kikô (manejo de la energía) y Shodô (caligrafía), dejando unas sensaciones inefables en todos. Nadie más escéptico que yo, sin embargo...
Después de comer y al final de la jornada, el maestro se interesó amablemente por alguno de mis Haiku y me invitó sonriente a escribir juntos, lo que transcribiré con su permiso en próximas entradas.
jueves, 9 de octubre de 2014
Japón Cerca
Después del éxito del Matsuri Murcia-Japón, dentro del Año Dual España-Japón, la comunidad japonesa en Murcia celebra Japón Cerca, con actividades y exposiciones de cultura japonesa durante todo el mes de octubre.
www.bibliotecaregional.carm.es
Haiku de octubre:
En la tormenta
el cielo se ilumina,
duermo con ella
Riopar, octubre 2014
Frente a la luna
danza la libélula,
busca la muerte
Bajo el canal
un pato enmudece
desenredado
Holanda, octubre 2014
Visto y no visto,
la rana del estanque
se dejaba ver
www.bibliotecaregional.carm.es
Haiku de octubre:
En la tormenta
el cielo se ilumina,
duermo con ella
Riopar, octubre 2014
Frente a la luna
danza la libélula,
busca la muerte
Bajo el canal
un pato enmudece
desenredado
Holanda, octubre 2014
Visto y no visto,
la rana del estanque
se dejaba ver
lunes, 26 de mayo de 2014
lunes, 7 de enero de 2013
Inútil confesión
Presento a continuación mi última Tangerina, esta vez un poco más extensa de lo habitual, y que ha recibido un premio que aprecio especialmente. Sin embargo, durante el acto de entrega, recibí con sorpresa algunas interpretaciones que no se corresponden en absoluto ni con lo que se dice ni con lo que he querido decir.
Aunque la mayoría de los lectores entendieron su contenido en lo esencial, dada la sorpresa que acabo de comentar, agradecería a los amigos de este blog sus aportaciones. En todo caso, espero sea de vuestro agrado. Muchas gracias.
- Ahora vengo, tío. No tardo ni un minuto.
- Adiós, sobrino.
Abrí la puerta y vi frente a mí a la prima Rocío, que apoyaba levemente su cabeza sobre el hombro de tía Emily, su madre. Al verme, las dos levantaron la vista. Bajo el umbral, rozando aún la puerta con la mano, me giré hacia el gabinete y pude ver el ataúd. Puse la mano sobre la mortaja; entonces, creí percibir un suave latido. Después de unos segundos, le mire los ojos; los tenía cerrados, naturalmente, pero yo le miraba como si aún pudiera ver a través de ellos.
Retiré mi mano, pues me pareció que tío Alex iba a hablarme de un momento a otro.
Aunque la mayoría de los lectores entendieron su contenido en lo esencial, dada la sorpresa que acabo de comentar, agradecería a los amigos de este blog sus aportaciones. En todo caso, espero sea de vuestro agrado. Muchas gracias.
Inútil confesión
Alexander
P., el tío Alex, conoció a la baronesa Thess en un momento muy difícil de
definir, como si pudiera hacerse fácilmente con algo entre la juventud plena y una incipiente madurez. En un momento difícil y por azar.
Y me lo contaba a mí, en su residencia de Alperton, mientras todos celebrábamos su cumpleaños y yo admiraba la alegre belleza de Rocío, la prima Rocío -un nombre español elegido por su madre, la tía Emily, sin saber por qué-, entre pasteles de zanahoria y jengibre y lacónicas obras interpretadas por Gorgo, un músico anónimo, un desconocido.
¿Tío Alex? -requerí, después de una pausa que me pareció demasiado larga, sobre todo conociendo a tío Alex-. ¿¡Tío Alex!? -insistí inquieto, quizá impaciente. A punto estuve de zarandearle, siquiera levemente.
Tío Alex reaccionó despacio, me pidió que cerrara la puerta del pequeño gabinete -más austero que nunca; conventual, diría- y cogió su whisky con hielo, sostuvo el vaso en su mano como si se dispusiera a brindar, y enseguida lo dejó en la mesa, sin soltarlo. Cogía y tocaba las cosas acompañándolas, como si no pesaran.
Aprovechó que tía Emily recibía a los invitados para hablarme de nuevo de la baronesa Thess, jovencísima, divertida, enamorada de paises distantes; me habló con decoro de su pequeño pecho desnudo bajo la blusa, desabotonada lo justo para adivinar su mágico perfil, me gustaba mirarla así.
- ¿Así? -interrogué, no pude evitarlo.
- No seas impertinente, querido sobrino. Fue todo lo que dijo.
Con un rumor casi imperceptible de voces al otro lado, recordó imperturbable su viaje a Estambul con la baronesa, el hotel de madera, remodelado después de un pavoroso incendio, donde se hospedaron; los salones donde se protegían del frío por el aire calentado en una gran estufa de piedra y que circulaba gracias a un primitivo hipocausto, donde celebraron entonces la rendición de las tropas alemanas en las islas de Alderney y Guernesey; las mañanas eternas por Kapalıçarşı y el regreso al hotel, donde hablaron durante la cena de la vieja Lisboa, de Tánger, de Barcelona.
Sin pudor, tío Alex regresó al pecho de la joven baronesa, a sus oscuros pezones llenos de sabor, a su perfume de verano que usaba también en invierno... a como tía Emily le preguntó a su regreso, sin preámbulos, qué tal los negocios en Estambul, lo que nunca antes había sucedido.
- Entonces, tía Emily...?
- La baronesa y yo no volvimos a vernos; tampoco hicimos nada por encontrarnos, después de todo.
Esperé unos segundo para dar tiempo a tío Alex a que diera por teminada su historia. Me disculpé.Y me lo contaba a mí, en su residencia de Alperton, mientras todos celebrábamos su cumpleaños y yo admiraba la alegre belleza de Rocío, la prima Rocío -un nombre español elegido por su madre, la tía Emily, sin saber por qué-, entre pasteles de zanahoria y jengibre y lacónicas obras interpretadas por Gorgo, un músico anónimo, un desconocido.
¿Tío Alex? -requerí, después de una pausa que me pareció demasiado larga, sobre todo conociendo a tío Alex-. ¿¡Tío Alex!? -insistí inquieto, quizá impaciente. A punto estuve de zarandearle, siquiera levemente.
Tío Alex reaccionó despacio, me pidió que cerrara la puerta del pequeño gabinete -más austero que nunca; conventual, diría- y cogió su whisky con hielo, sostuvo el vaso en su mano como si se dispusiera a brindar, y enseguida lo dejó en la mesa, sin soltarlo. Cogía y tocaba las cosas acompañándolas, como si no pesaran.
Aprovechó que tía Emily recibía a los invitados para hablarme de nuevo de la baronesa Thess, jovencísima, divertida, enamorada de paises distantes; me habló con decoro de su pequeño pecho desnudo bajo la blusa, desabotonada lo justo para adivinar su mágico perfil, me gustaba mirarla así.
- ¿Así? -interrogué, no pude evitarlo.
- No seas impertinente, querido sobrino. Fue todo lo que dijo.
Con un rumor casi imperceptible de voces al otro lado, recordó imperturbable su viaje a Estambul con la baronesa, el hotel de madera, remodelado después de un pavoroso incendio, donde se hospedaron; los salones donde se protegían del frío por el aire calentado en una gran estufa de piedra y que circulaba gracias a un primitivo hipocausto, donde celebraron entonces la rendición de las tropas alemanas en las islas de Alderney y Guernesey; las mañanas eternas por Kapalıçarşı y el regreso al hotel, donde hablaron durante la cena de la vieja Lisboa, de Tánger, de Barcelona.
Sin pudor, tío Alex regresó al pecho de la joven baronesa, a sus oscuros pezones llenos de sabor, a su perfume de verano que usaba también en invierno... a como tía Emily le preguntó a su regreso, sin preámbulos, qué tal los negocios en Estambul, lo que nunca antes había sucedido.
- Entonces, tía Emily...?
- La baronesa y yo no volvimos a vernos; tampoco hicimos nada por encontrarnos, después de todo.
- Ahora vengo, tío. No tardo ni un minuto.
- Adiós, sobrino.
Abrí la puerta y vi frente a mí a la prima Rocío, que apoyaba levemente su cabeza sobre el hombro de tía Emily, su madre. Al verme, las dos levantaron la vista. Bajo el umbral, rozando aún la puerta con la mano, me giré hacia el gabinete y pude ver el ataúd. Puse la mano sobre la mortaja; entonces, creí percibir un suave latido. Después de unos segundos, le mire los ojos; los tenía cerrados, naturalmente, pero yo le miraba como si aún pudiera ver a través de ellos.
Retiré mi mano, pues me pareció que tío Alex iba a hablarme de un momento a otro.
viernes, 21 de diciembre de 2012
A comienzos de año se publicará una nueva edición de Habitando el olvido, donde podremos leer los relatos y poemas premiados en el Certamen Literario Villa de Iniesta. Esta es la presentación de dicha edición:
Hace poco leí que Galileo no inventó el telescopio. Que oye hablar de un extraño
instrumento, un tubo con dos lentes, una en cada extremo y lo perfecciona hasta
lograr, en pocos meses, su capacidad de aumento de forma notable.
Ninguno de nosotros inventó la literatura. Pero al igual que Galileo Galilei, escribir y leer nos descubre todo un mundo nuevo que nos lleva más allá de la superficie lunar, de los cuatro satélites de Júpiter o de las incontables estrellas de la Vía Láctea.
Al escribir, al leer encontramos dolor, amantes y enemigos, deseos nuevos y sorprendentes, fugitivos… locura; descubrimos paisajes urbanos, promesas de infinitud, los túneles del tiempo, todo un horizonte que se convierte, entonces, en luz o vacío, el que necesitan los ojos, las manos, el cuerpo, los cuerpos; un confín, una perspectiva que no parece serlo.
“el
fuego sobrevive en el hierro frío”
Bachelard, escribe de
Chillida. Ninguno de nosotros inventó la literatura. Pero al igual que Galileo Galilei, escribir y leer nos descubre todo un mundo nuevo que nos lleva más allá de la superficie lunar, de los cuatro satélites de Júpiter o de las incontables estrellas de la Vía Láctea.
Al escribir, al leer encontramos dolor, amantes y enemigos, deseos nuevos y sorprendentes, fugitivos… locura; descubrimos paisajes urbanos, promesas de infinitud, los túneles del tiempo, todo un horizonte que se convierte, entonces, en luz o vacío, el que necesitan los ojos, las manos, el cuerpo, los cuerpos; un confín, una perspectiva que no parece serlo.
De vez en cuando, tu solo te metes en razones que, como mis
visitas a Iniesta, te envuelven en contradicciones que a su vez aparecen en
equilibrio. Probablemente la ilusión sea el hilo conductor de todo ello.
Hace algunos años que voy a
Iniesta y cada vez trato de imaginarlo todo con novedad: las flores que se van
haciendo flores, que pertenecen al gozo
de esta luz, / de la danza, de esa extraña primavera deseada, como nos
ofrece Olvido García Valdés en uno de sus poemas; su apariencia despejada y
esencial, que aporta primeras visiones, emociones incipientes, recuerdos
infantiles.
La delicadeza de HABITANDO EL OLVIDO conserva y prolonga la
intensidad de algún momento que, por alguna razón, hemos hecho nuestro. Aporta
inmediatez y memoria, verdad
respiratoria. Por si algo faltara, los
colores de Francisco Izquierdo desbordan mirada y comprensión, el arrebato
final imprescindible.
Galileo no hablaba de sí mismo, sino de un hombre pequeño y
de una tierra que no es el centro del universo mundo. Algunos proyectos, a
pesar de ser viejos o de no existir, se mantienen y tratan de resolver
problemas reales.
Las lámparas hay que frotarlas, unos gigantes se esconden en
ellas y te conceden deseos por algo que, suponen, has hecho por ellos. Los
sueños siempre existirán.
Juan González de las Casas
miércoles, 25 de julio de 2012
La ciudad casual, o bailaré contigo en nuestra noche de bodas
[ La ciudad casual, o
bailaré contigo en nuestra noche de bodas ]
Juan González de las Casas
1.
T
|
odos comentaban lo ocurrido en parecidos
términos, unanimidad poco corriente por estos lugares, en estos pueblos.
─Dimas y Zoileta iban a casarse, y mira por
donde...
─Vaya...
En realidad, Zoileta no era el verdadero nombre de la novia. Las
Zoiletas eran dos hermanas ─las hijas de Zoilo─ tan poco agraciada la una como
la otra, y más ahora, a su edad, seguramente cercanos ya los cuarenta; pero
ricas, lo suficientemente ricas para convencer de boda a tipos como Dimas.
Todos
venían a decir lo mismo, y eso que entre los vecinos resistían odios y
contiendas, viejas contiendas, en las que lo que se dice hace cambiar lo que se
piensa solo por no coincidir con el vecino, y eso a costa de toda imaginación.
Y las que no resistían, resucitaban.
Pero
aquí no cabe imaginación posible, todos los invitados lo oyeron claro y alto,
sobre todo alto, que no se trató de un vulgar pedete, no, sino de un sonoro
pedo. Hasta don Roger, el párroco de Parrio desde Dios sabe cuándo, lo escuchó,
y eso a pesar de su tenaz sordera. Su conocida habilidad para resolver todo
tipo de conflictos, hasta los más comprometidos, en un santiamén, en esta
situación no sirvió para nada, verdaderamente para nada.
La
única que pareció no enterarse de lo sucedido fue la hermana, que hacía de
madrina, la otra Zoileta ─además de verdad, que a partir de entonces se
distinguiría más que nunca a las hijas de Zoilo como la Zoileta, a una, y como
la otra Zoileta, pues a la otra─, y eso que Benitín, el hijo del médico, que
estaba a su lado frente al altar con el estuchito de los anillos, con solo
cinco años se lo dijo bien claro, la criatura:
─
¡Eso es un pedo!
Hasta ese
momento nada hacía pensar que algo podía salir mal. Todo estaba pactado y en
uniones como esta lo previsto es siempre lo previsto, pues en ellas no existen
ingredientes que, como el amor, puedan alterar el sabor de las cosas.
Las
Zoiletas nacieron para solteronas, desde niñas todo el mundo las daba por
solteras sin saber ni preguntarse por qué, lástima, y ni su madre ni sus tías,
nadie se preocupó jamás de ir preparando su ajuar ni de cosas como esta. Ellas
también lo daban por hecho. Bueno, hay que reconocer que su tía Albina, la
mayor de once hermanos y otra impenitente solterona, se preocupó mucho de las
niñas, pero de eso precisamente, de que se quedaran solteras como ella.
Zoilo,
el padre, un paleto rico, no era muy querido en Parrio, como ocurre con las
gentes sin rastro, pues nadie conocía ─nadie le preguntó─ su procedencia cuando
llegó al pueblo, recién casado con Trini y arrastrando a la Albina.
El
caso es que Zoilo se fue haciendo, eso sí, sin malas artes, todo hay que
decirlo, que nadie tuvo nada que reprocharle en estos negocios ni en su forma
de pagarlos, con las hectáreas más ricas y recogidas. Y con el ganado más sano
y entero. El caso es, digo, que se hizo muy conocido en toda la comarca. Pero
Zoilo no iba a misa ni caía bien en Parrio y algunas historias de todos ellos y
de su desconocida estirpe se contaban ya, con peor que mejor intención, antes
de la malograda boda de la Zoileta, su hija.
Comenzó
a oírse que había llegado perseguido, después de pasar unos meses en la
capital, de donde se trajo a la Trini y a la escolta, sin saldar importantes
deudas dinerarias y de las otras, deudas de honor, sin intención de pagar
aquéllas ni de hacerse perdonar éstas.
No habían transcurrido demasiados años desde su venida a Parrio, a los
pocos de nacer su segunda hija, cuando se fue Trini, Dios la tenga a su lado,
después de unas perniciosas fiebres y sin dar tiempo al médico a oponerse a su
dolencia, a pesar de la experiencia demostrada. Todos recuerdan cómo don Benito
salvó la vida de Venerada, la de la Casa de las Tablas, a las afueras, a los
pocos meses de su primer embarazo, cuando le llamaron con la urgencia de lo que
parecía un parto prematuro, que no podía ser; no, según sus cuentas. Acudió
inmediatamente y pidió hielo, por si se presentaba una hemorragia, y comprobó
que el agua hervía en su olla. Midió a Venerada, que mostraba un rostro
pegajoso por el sudor y la fiebre, aunque respiraba sin demasiada dificultad, y
localizó al feto, pero no logró escuchar los latidos de su pequeño corazón. Por
la razón que fuera, la Vene tenía la matriz dilatada y sufría contracciones
uterinas. Extrajo Don Benito un bebé muerto y enseguida, con un pequeño frasco
de medicina en la mano, se ocupó de la madre.
Don Benito también era músico, en realidad era médico-músico, porque un día prestó oídos a los sabios de
la antigüedad, quienes aseguraban que la armonía que de los instrumentos
musicales dimana es capaz de curar enfermedades, reduciendo los humores a su
natural estado y pudiendo, incluso, sanar y convertir a los hombres con la
suavidad de su elocuencia. La música y la carne.
Y es que Timoteo, un tío abuelo del médico que tocaba desde bien niño
la mandolina, la guitarra y el bandoneón, antes de emigrar a Salta para tocar
en la orquesta de Radio Nuevo París le enseñó a volcar sin distorsiones lo que
su imaginación creaba y, al contrario, a comprender con solo estudiar las
partituras, lo que los grandes habían deseado.
El médico
conjugó con gran habilidad muy diferentes influjos, y con lo que más disfrutaba
era con su guitarra, que la tocaba a solas hasta sangrar por los dedos, y
escribiendo óperas en sueco o en danés, vaya usted a saber.
Pero lo de
Trini fue distinto, una aguda enfermedad que le volvió los pulpejos de las
orejas al revés y todo el rostro como de plomo, señales de muerte, como todo el
mundo sabe. Y todo sin recibir los santísimos sacramentos, pues Zoilo, su
marido, se opuso tajantemente, a pesar de que la enferma lo pidiera y lo
pidiera, lo suplicara.
Don Roger,
el cura, sufrió mucho por todo ello, sí que sufrió.
“A
veces me adormezco, como en una ensoñación, y me veo extraño en este mundo,
extraño en el mundo de la vida y de la muerte rigurosa; otras, enojado por
tanta iniquidad, me dispongo a hacerle frente” ─parecía pensar el cura para sí.
Sentado
en su sillón aquella tarde, cerró los ojos y trató de escapar de la realidad
por unos segundos, pero esta vez era como tener la sensación, como si supiera
que lo peor aún estaba por llegar. Acababa de pensar en el pasado, mal asunto,
que cuando don Roger recalaba en el pasado, era porque le hubiera gustado que
fuera otro el presente. Los malos tiempos hacían mella y el cansancio empezó a
apoderarse de él.
Había
escuchado siempre lo que hasta entonces le prometió la sabiduría, a la espera
de recibir alguna recompensa que no llegaría jamás, todo lo contrario, y ahora
le atormentaba su propia y contaminada levedad. No se acostumbraba a esa
sensación tan hiriente.
En aquellas
primeras horas de la tarde, le pareció que la luz del sol iluminaba la sala con
mayor claridad que de costumbre.
Volvería
a su Iglesia y a sus reconfortantes y solitarias oraciones, a envolverse en esa
sensación de cera del ambiente, no solo provocada por los cirios y por las
llamas votivas que derriten las velas más pequeñas; solo despista esa sensación
un leve perfume a incienso. Qué lazos desataría don Roger con el advenimiento
de una densa tristeza mientras recitaba los últimos fragmentos de su rezo al
final de cada día.
Pronto le
siguió Zoilo, que le encontraron casi dos años después en el cauce del Río
Seco, en el Barranco del Mal Nombre, a tres kilómetros de su casa, algo más,
entre Parrio y la Casa Noguera, descalzo y con la cabeza aplastada, abierta
como un melón de agua.
Enseguida
corrieron las historias más desmedidas y extravagantes sobre el caso: que si un
ángel había venido a vengar a la pobre Trini, que si días pasados se había
mostrado inquieto de más, que si sus tierras se andaban volviendo amargas, que,
claro, esto traería plaga y desgracia al pueblo, que si... Pero don Roger cortó
con rapidez semejantes desbarros, que autoridad tenía en el pueblo para eso y
le sobraba. ¿Qué por qué entonces le encontraron descalzo? Nada, nada, que
tenía los pies sucios pero limpios, quiero decir, sucios por la mugre de muchos
días, semanas tal vez, pero limpios porque no mostraban heridas, vamos, que no
anduvo descalzo por entre los cantos y tampoco se arrastró, que se quedó tieso
de un mal golpe y algún desaprensivo le robó las botas al cadáver.
Aunque
tampoco apareció la mula, seguramente porque no tenía nombre, y qué puede
hacer, sino perderse, una mula sin nombre y sin amo.
El
juez, abiertas las diligencias y después de examinar las pruebas, que
consistieron en lo principal en esto que el cura le dijo, atribuyó la defunción
a causas puramente accidentales.
Lo
que ellos quieran, pero Zoilo tenía la cara de luna llena, vamos, que lo
inflaron a hostias.
La tía
Albina se hizo cargo de todo, de dos sobrinas que contaban escasamente doce y
nueve años, de la casa y de un patrimonio nada despreciable. Además, Albina
supo mantenerlo intacto, sin vender una sola de las propiedades que
administraba y dándose buena maña a la hora de contratar obreros y pastores;
solo cedió ante un colindante por una servidumbre de paso que reclamaba de
antiguo y que a ella, consideró, no le causaba ningún perjuicio, todo lo
contrario, que el camino estaba trazado y camino era. Puede causar extrañeza,
viniendo según de quién, lo que no es más que la natural prolongación de un
pensamiento ordenado.
Además,
así contradecía Albina a su cuñado una vez más, aunque éste no pudiera verlo.
Zoilo siempre mantuvo que la linde la marcaba la hita y el colindante que no,
que el camino llegaba hasta el final y partía la finca en dos, y con eso le
daba paso, y que el límite bien podía arrancar de la sombra de los abedules,
que rozaba el camino mismo.
En
lo que no consentía Albina era en hablar siquiera de novios ni nada parecido,
en lo que a sus sobrinas se refería, y eso que eran todavía demasiado jóvenes
para tal paño.
─
¡Pues por eso mismo, coila! ─decía.
Nunca
tuvieron las Zoiletas necesidad de entresacar patatas ni de subir andando por
el camino viejo. Jóvenes, por feítas que la gente quisiera verlas no lo serían
tanto y, sobre todo, con ese caudal, no sé por qué crecieron con el estigma de
solteronas. Seguramente porque las dos, sin parecerse nada, nada a él, tenían
algo que recordaba de manera permanente a su padre. Y su padre no caía bien.
El
caso era ese. Ese y que los primeros muchachos que levantaron las faldas a las
Zoiletas se encontraron en el acto con una pedrada entre las orejas, de parte
de la tía Albina, que tenía la facultad, entre otras, de aparecer como un
fantasma cuando menos se esperaba. Al último que se atrevió, casi lo mata.
En
otros pueblos de alrededor, como en La Celada, los críos cruzaban apuestas a
ver quién subía, con grave riesgo de despeñarse, a lo más alto de la Cantera
Roja, abandonada de la noche a la mañana por la empresa concesionaria y con
ella a muchos hombres que allí se dejaron la piel y los huesos durante más de
media vida, por no decir la vida entera; o a ver quién aguantaba más tiempo con
la cabeza apoyada sobre la vía del tren, cerca del apeadero de Milranas, cuando
veían venir la locomotora. En Parrio, y llegaron a tener fama de valientes, los
muchachos apostaban a ver quién se atrevía a subirle la falda a una de las
Zoiletas, aunque solo fuera a una de ellas. Pero terminaron por cansarse y,
además, fueron creciendo y pensando todos en cosas de mayores. Todos menos
Teatino, que aún continuó intentándolo y no por ser el tonto del pueblo se
libró de las pedradas de Albina, y así tiene ahora la cara, el pobre.
El
tonto del pueblo creía ser zahorí, y siempre se le podía ver equipado con su
ramita de avellano y el péndulo colgando del bolsillo trasero del pantalón.
Naturalmente, nunca descubrió gran cosa, ni corrientes de agua oculta ni nada
de nada, solo una vez llegó a la Plaza con dos saquillos llenos de chapas
cárdenas por el óxido y dos o tres monedas romanas en las manos, en los Picos
del Oso dijo que las halló, donde unas ruinas, eso es verdad, se tambalean
deshechas, definitivamente cansadas, sin que nadie les haga ya ni puñetero
caso. El tiempo, siempre tan crucial, no solo el de los siglos sino también el
de las estaciones, cae sobre las piedras y las copas de los árboles. El sol,
allí, no puede entrar nunca rasante, de modo que sobre los huecos de esas
piedras se cortan las sombras y la luz entintada.
En el bar
Deportivo, el único bar de Parrio y que, además, hacía las veces de estanco y
de 1X2, un forastero mencionó a Zoilo, y lo hizo para decir que lo mataron, que
a Zoilo lo mataron. Naturalmente, el hombre estaba ebrio, pero eso ni le quita
la razón a él ni la inquietud a los otros. Y como el ave que más veloz vuela es
el rumor, poco tardó en llegar a la Iglesia, a la sacristía, donde don Roger
leía unas actas y otros documentos viejos e inútiles para ver si procedía su
destrucción, que de tantos legajos y montones de registros y papeles ya no era
posible mantener allí un poco de orden.
Cuando el cura llegó al Deportivo, el
forastero se había marchado y él no quiso, de momento, preguntar nada a nadie.
No llegó a entrar al bar y desde la misma puerta se dio media vuelta, cruzó de
nuevo la Plaza pública y regresó a su Iglesia, mojándose con la misma lluvia
que a la ida; más, que ahora arreciaba de lo lindo. Y allí, claro, ya no pudo
concentrarse en otra cosa sino en darle vueltas y más vueltas a un asunto que
parecía definitivamente cerrado y olvidado por todos, o por casi todos
olvidado, tratando de restar validez a esta forma de saber.
Algunos vecinos vieron alejarse entre la polvareda
un 1500 color marfil, en dirección Norte, es decir, hacia la carretera nacional. Podía ser el de Vicente
Rus, a quien sus amigotes llamaban Virus. Pero no se trataba de su coche,
Vicente tuvo uno parecido ─su padre, mejor dicho, que se lo consentía todo y,
encima, se enorgullecía de las tropelías de su muchacho, que era ya un hombre y
aún no había hecho ni nunca haría nada de valor─, quizá del mismo color, pero
lo sustituyó hace ya tiempo por un Dodge largo, de los que tienen los cambios
en el volante, el preferido de la Charito y de la Espe, menudas eran la Charito
y la Espe, había que verlas cuando iban juntas a la fuente a refrescarse y se
asomaban a ella entre risas y gestos bien descarados, dejando entrever hasta
las bragas, qué digo entrever, enseñándolo todo, eso sí, como quien no quiere
la cosa. Cuántas pajas se habrá hecho más de uno con semejantes sugerencias.
¡Ay, la Charito!, ¡joder, con la Espe!
A pesar de
que siempre decía que los actos casuales nos han de poner en alerta, remusgó
tanto don Roger con las revelaciones del forastero que cayó enfermo y hasta le
vino un poco de delirio, lo que nunca había sucedido. Y el obispado mandó para
sustituirle mientras durara su enfermedad a un curita mallorquín, recién
llegado de Roma y estirado por demás, tan estirado que no se hablaba de otra
cosa en el pueblo y en las alquerías cercanas. Bueno, sí, se hablaba del cura
nuevo y del extraño mensajero, de la muerte de Zoilo, de sus hijas y de su
cuñada y de lo raras que eran, y de... Pero tanto importunó el curita que
algunos hombres en Parrio empezaron a faltar a misa, para protestar, decían,
para protestar y para jugar la partida de dominó de los domingos a sus anchas.
Las mujeres no dejaron de acudir puntuales, por respeto a don Roger, que seguía
siendo el párroco, por respeto a don Roger y por temor de Dios.
Afortunadamente,
nuestro pater se recuperó pronto y el sustituto se marchó a hacer gárgaras, sin
despedirse siquiera, sobre todo después de que don Roger se presentara de
improviso a oficiar como si él no existiera, ignorándole, humillándole casi.
Lo cierto es que las Zoiletas se fueron convirtiendo en solteronas por
convicción ajena y pocas, muy pocas muchachas de su edad quedaban sin casar a
estas alturas, aunque solo fuera por pura impaciencia. Además, ellas, las
Zoiletas, impecablemente vestidas de negro, siempre parecieron mayores de lo
que eran, lo que no descubría precisamente su estado de disponibilidad. Y como
la población no aumentaba por estas tierras, sino todo lo contrario, quien más,
quien menos terminaba emigrando, algunos mejor cuanto más lejos, las
posibilidades de encontrar pareja mermaban a marchas forzadas.
Y todo a
pesar de algunos indicios de prosperidad y progreso que se daban de vez en
cuando, si no directamente en Parrio, lo que alguna vez ocurriera, sí en los
pueblos cercanos de mayor entidad, como en San Quirce de Saz, a solo seis
kilómetros dirección oeste, donde algún aventurero, como no dudó en llamarle el
mismo don Roger en más de una homilía, sin ser éste el peor calificativo que
dedicara a la nueva industria, instaló una sala de cine, nada menos ─Luxus
Cinema, podía leerse en su gran rótulo y en los carteles que lo anunciaban a
todo color─, si bien solo llegaron a proyectarse dos películas, una de amor y
lujo y otra de miseria y mortandad, que nadie se molestaba en recordar ni aún
por su título y que, desde luego, no disfrutaron las Zoiletas, ni solas ni
acompañadas.
Corrieron
rumores de que esto del cine podía ser cosa de Virus y sus amigos, Dimas entre
ellos que, aunque surgiera como un pobre bufón en la corte de unos gamberros,
había comenzado a ganar afectos y adhesiones en ella. Nada tuvieron que ver,
después se supo, debió tratarse de un mecenas, el arte por el arte, ya se sabe,
o de un empresario hastiado que no encontró mejor sitio donde tirar su dinero.
Si
tenían las Zoiletas, que a eso iba, el carácter agrio y el genio brusco, la
simpatía y la belleza brillaban por su ausencia, lo que, todo junto, hacía una
torta de difícil digestión.
Fue por
estas fechas cuando Albina empezó a sufrir como de cardialgia, y nada le
aliviaba, solo con una mezcla recetada de polvo de harina de cebada con el zumo
de unas granadas dejó de vomitar, pero no se le pasaba el ansia ni la pena del
estómago. El médico le administró quina y unas gotas de espíritu de nitro dulce
en agua fría, pero no consiguió calmarla. A nadie se le ocurrió darle caldo de
pollo, y agua, mucha agua, que siempre es necesaria para el hombre y la mujer
porque, desde que nace hasta la última vejez, camina continuamente a la
sequedad con el curso de las edades.
Como
si hubiera querido esperar a la mayoría de edad de la más pequeña de las
Zoiletas, sus sobrinas, Albina estuvo así varias semanas y precisamente cuando
parecía ir mejor, le dio un ahogo, consiguió llegar hasta la cocina dando
tumbos y se murió. Dio sus últimos pasos apoyándose donde pudo y empujando,
barriendo todo a su paso con manos y brazos y nada dejó en pie, solo una
candelilla que, de haber caído, hubiera derramado su fuego por la estancia.
El
guiso de trigo que empezaba a hervir entre las pavesas, se requemó, dejando en
el aire un vapor dulzón.
Pocos asistieron al entierro, entre ellos un
lloroso Teatino ─¡Jesús, qué tonto es este crío!─ y algunos deudores atrasados,
más con la intención de certificar el entierro de sus pasivos que con la de
mostrar sus mal disimulados ánimos.
El
gato de Albina, Ojalá se llamaba, un gatito menudo y muy galán, se volvió de
pronto irascible, siguió al pequeño cortejo por los árboles del paseo que
conduce de la Iglesia al cementerio de Parrio, hasta que se cansó, de un
calculado salto se acomodó sobre el ataúd de su ama y, de otro aún mayor, se
fue chillando y con el lomo enarcado. Su bufido me recordaría el silbido de la
serpiente.
No
me gustan los gatos, ni siquiera los gatos de invierno me gustan, no me hacen
gracia. Ojalá desapareció de nuestra vista, desapareció como el borracho del
Deportivo, el que anunciara casi a voces que a Zoilo lo mataron.
Adultas,
siempre juntas, las Zoiletas se mostraron ajenas a todo como cuando niñas, con
una imperceptible sonrisa pegada a los labios. Y es verdad, las dos tenían una
sonrisa que parecía un tatuaje inquietante y perturbador para quien pudiera
apreciarlo. Los que por un motivo o por otro tenían algo que ver con ellas,
aseguraban que ni el más punzante alfiler sacaría sangre de sus venas.
La
escarcha ligera, que podía durar todo el día a pesar del cielo despejado y del
sol tibio de los primeros momentos del día, cubría la hierba de invierno, como
en el mejor cuento de hadas.
Don
Roger rezó un responso rápido y apenas inteligible, un responso que hizo que
algunos de nosotros nos mirásemos furtivos, sin atrevernos a levantar la vista
sino lo justo, extrañados, sobre todo después de descubrir una lágrima de
emoción en su rostro, aunque el cura le echara la culpa al frío.
A
pesar del sol hiriente de algunos momentos del día, el frío nos envuelve, lo
envuelve todo. Una repentina tormenta hizo que el entierro de Albina durara
menos de lo que suelen durar estas cosas.
Los mismos
obreros siguieron cavando las tierras de Zoilo, de sus hijas, con sumo cuidado,
como si fueran propias, a lo que algo ayudaría el hecho de que las Zoiletas,
conscientes de que su disposición para estos tratos no era, ni mucho menos, la
misma que la de su tía, decidieran aumentar los salarios, sin que en este gesto
quepa indicio alguno de generosidad, sino de mala crianza, creyendo que así
podían eludir la obligación de vigilar las labores, afianzando, en fin, su
propia condición.
Al
final, en unos años, tuvieron que vender, esta vez sí, algunos terrenos, como
la Chopera de Mangurrián, que al poco tiempo apareció desmochada sin que hasta
la fecha se sepa por qué, o la Vegallera, una finquita capricho de su padre. Se
desprendieron de lo menos productivo de la herencia y no lo vendieron mal, a
como estaba entonces, qué más se puede pedir. Anda, que si Zoilo levantara la
cabeza, que para él vender era lo último, lo último...
Pero
esto ocurrió después.
Nunca
hablaron mucho las Zoiletas, ni en público ni en privado, la que menos la otra
Zoileta. A la vista de todos, la otra Zoileta parecía ir a remolque de su
hermana, aunque eso no fuera del todo cierto.
─Se
dice lo que se quiere decir y, si quieres, lo que no ─decía, y así quedaba
tranquila la más callada.
Definitivamente
solas las dos, se dedicaron a rebuscar entre los innumerables rincones de la
casa familiar, donde el orden era el mismo de siempre: nada en su sitio, nada
revuelto.
Buscaban
sin la pretensión de encontrar, sin interés en los recuerdos, sin comentar los
hallazgos, por puro aburrimiento. A veces encontraban un cajón repleto de
cachivaches, antiguas cartas y fotografías de personas y lugares que ellas no
conocían o no podían recordar, botones de los caros, viejas cartillas de
racionamiento sin aprovechar, plumillas y lapiceros, monedas en desuso, recibos
ordenados por fechas, algunos documentos muy estropeados y justos títulos de
propiedad escritos a mano con una letra picuda que no había Dios que la
entendiera, y cosas así.
Las
cartas las leían y las fotografías las remiraban, pero lo dicho, sin interés.
Entre los libros de comercio de Zoilo, su padre, llenos de anotaciones hechas a
mano y otras indicaciones en sus hojas, encontraron una de esas fotos que, esta
sí, les llamó la atención, pues se reconocía claramente a la tía Albina, aunque
mucho más joven, junto a un seminarista, en Orihuela, según había escrito
alguien por detrás. La fotografía les hizo gracia y la dejaron a la vista
durante un tiempo, sobre el estante de la chimenea o sobre el aparador, según a
la Zoileta o a la otra Zoileta les diera el gusto.
─Te
place lo que quieres que te plazca, a veces lo que no ─decía la otra Zoileta.
Don Roger
visitaba de vez en cuando a las Zoiletas en su casa, lo que nunca hizo en vida
de Albina ni mucho menos en vida de Zoilo, no se le hubiera ocurrido.
Cuanto
más pienso en Don Roger, más me acuerdo de lo que, sentado en su terraza frente
a mí, me contó mi amigo Ginés ─el primer profesor titular, por oposición, que
llegó a la escuela de Parrio─, y no he podido dejar de pensar en ello desde
entonces: que a principios de un siglo muy lejano habitó por estas tierras un
desertor procedente del sureste, que huía no solo de los ejércitos que lo
reclamaban como se reclama una bestia de carga, sino también de un amor
interrumpido o atormentado ─nunca se supo─, de imposible correspondencia. El
soldado, en su afán por esconderse, se hizo clérigo, lo que despistó a los
capitanes, que además fueron poco a poco abandonando unas tierras donde no
había nada por lo que luchar. Pero no fue suficiente para confundir y apartar a
la joven del sur, que le confirmaría su amor, a pesar de la sotana, cuando su
dueño regresó para enterrar a su madre y rezar por ella. Al verse descubierto,
lleno de pesar huyó de nuevo con la firme intención de no volver jamás. Pasaron
así muchos, muchos años y el azar quiso que se encontraran de nuevo, ahora a
este lado del mapa, sin que esta vez fuera ella capaz de reconocerle siquiera.
Ni el valor
del soldado ni los libros sagrados supo utilizar en debida forma, hasta que
ella se fue de este mundo sin que ninguno de los dos hiciera completo recorrido
alguno, sin intentarlo siquiera, huyendo del entusiasmo y de la sorpresa,
siempre huyendo. Eso aleja.
Y no puedo
dejar de pensar en esto, digo, porque desde que el profesor contara semejante
historia, me parece ver a Don Roger vestido de soldado antes que de fraile.
Esa noche,
Ginés se emborrachó.
Ginés tenía
un cuartito pequeño e, inmediato a él, una buhardilla trastera con una azotea
de ocho o nueve metros cuadrados sobre el tejado. Las tardes de verano que no
pasa en el pueblo de sus padres, saca una silla y las pasa allí, que es un
lugar fresco, leyendo algún periódico casi siempre atrasado, a veces hasta una
semana atrasado. También contempla los planetas y las estrellas, aunque no sea
capaz de distinguir Marte de Sirio, lo mismo da, ni de ver a Caín con su haz de
leña en las manchas de la Luna; su perrita ─Cósmica, le puso─ le acompaña.
Las
Zoiletas cumplían así años, cómodas en su retraimiento, entre olvidos y sin
concentrar su atención siquiera en las cosas cotidianas. Ese recelo anidaba en
su propia inseguridad, probablemente desde la infancia, una infancia llena de
reproches de un padre del que se acostumbraron a no esperar nada y el amparo de
una madre disimulado por otras exigencias, encubierto, en fin.
Y
don Roger atendiendo a la misma parroquia de siempre y dando rienda suelta a su
manía de destruir documentos y papelotes, como los de la defunción de Zoilo,
que sin saber por qué allí aparecieron y allí descansaban desde que el juez,
hace años, hiciera caso al cura.
Mientras
tanto, dentro de un cajón, en los sótanos dependientes de algún juzgado de la
Provincia, junto a un informe donde se detallan algunas referencias y una lista
de sus pertenencias, se acomodan los huesos de Zoilo sin que nadie les hable ni
les llore, pues por alguno de esos trámites inacabables a los que nunca podrá
uno acostumbrarse, continúan sin recibir sepultura.
2.
─¿Tú
estás seguro, Dimas?
─¡Hay
que joderse...!
Así
un día y otro día, sus amigos no paraban de preguntarle, algunos con sarcasmo,
acerca de su inverosímil decisión, como si se tratase de algo que a todos ellos
compete.
Una tosecilla como de
irritación dominaba la cara de Dimas durante gran parte del día.
Dimas parecía pertenecer a esa clase de hombres
temerosos de cualquier porvenir, los que han pasado de sentir cierto horror a
qué hacer ante el vacío de la posibilidad infinita, a desear hacer cualquier cosa
para salir de su propio vacío. Las reacciones que un necio e imprudente como
era este hombre, poco precavido, en fin, puede tener al tropezar con lo que no
se quiere de sí mismo, son innumerables y en verdad insospechadas. Debía haber
mucho de esto en Dimas. Por eso, ante un cansancio dominado, decidió casarse
con la Zoileta a la primera de cambio, en cuanto se le ofreció y aunque no
fuera eso lo que buscara, si es que un alma quieta busca algo que no sea la
sombra proyectada por la luz de una vela.
Esto les pasa
a quienes no han practicado cierta mirada romántica alguna vez en su vida. Para
Dimas eso, como muchas otras cosas, resultaba desconocido.
El pacto logrado para celebrar la boda no fue
producto de la ingenuidad de la Zoileta, como podía parecer a algunos; aunque
en Parrio, allí de donde el que puede huye, son posibles unos momentos de
fantasía y felicidad de verdad raros, de soñadores a su pesar. Y quién pudo
intervenir en él continúa siendo un misterio.
Mientras, los rumores solo
quedaban atrás en los desayunos de las primeras horas del día y en las mínimas
y verbales siestas de aquella primavera; rumores de las casas y calles que
crecían y pesaban sobre un solo y ya aburrido asunto: la boda de la Zoileta,
inasible idea, una idea absurda y descabellada.
Nadie parecía
advertirlo, pero cada paso que Dimas, por su lado, y la Zoileta por el suyo,
habían dado en su vida funcionaba como un fragmento de un solo recuerdo, del
que aún quedaban visos de realidad. Cada paso, cada momento es como un fragmento
de una realidad opaca.
Eso
es lo que la Zoileta y Dimas tenían en común y, quizá, eso sea lo que hace que
sus miradas se muevan en busca de límites, incapaces de cambiarla por otra que
incluya como fondo la línea del horizonte.
Naturalmente,
nada de esto tiene algo que ver con la boda ni con el pacto que a ella condujo,
pero terminas por buscar parecidos y coincidencias y encuentras más de las que
esperabas, como en el cuento de nunca acabar.
He mencionado el
pacto para celebrar la boda y, más que el pacto, a alguien que necesariamente
debió intervenir en él. No es así. Concluyo fatalmente en el hallazgo de
circunstancias ajenas a los protagonistas, extrañas y proclives a diluirse en
el entorno, pero que llegaron demasiado lejos.
También he
mencionado a los amigos de Dimas, a quienes todos conocen y a quienes no les
sacaría de su ceguera ni el Lucero del Alba, que era uno de los nombres de
Santa Lucía. Nada tuvieron que ver en esto, que nadie quiera buscar intrusiones
o complicidades que no existieron; lo sé porque ni el más observador hubiera
podido encontrar en ninguno de ellos atisbo alguno de remordimiento, no cabría
entonces mayor perversión.
Mi madre solía
decir que hay bodas, bodorrios y bodas de todos los demonios. De haber vivido,
la de la Zoileta con Dimas la hubiera dejado, sin duda, para un catálogo más
amplio.
Aún
recuerdo el día de la boda, a la que, estando invitado, me resistía a acudir.
Desde la misma puerta de casa se ve la iglesia y la calle principal por donde
se accede a ella. Así pude presenciar la llegada del novio y la de un montón de
impacientes invitados todos vestidos de domingo. Algo inexplicable me hizo
bajar la calle apresuradamente, justo antes de que comenzara la ceremonia, a la
hora señalada. Se veía muy disgustado a don Roger, tanto que procuró acelerar
la liturgia todo lo posible y acabar cuanto antes con este collage subversivo y
obsceno.
Si
por casualidad alguien me preguntara por qué, no sabría responder, pero me
hubiera gustado imaginar la boda de la Zoileta con un público guapo, sonriente,
bien trajeado, con un coche blanco, de lujo, en la puerta de la iglesia y,
después, a ella, a la novia, con un cóctel en la mano; y no como fue, con una
comitiva impuesta que más parecía una comparsa medio estragada por la desdicha,
surgida al contacto de los conflictos que este pueblo genera, como títeres
aventurados en febriles danzas, acres a veces en sus risotadas, empeñados en
rasgar la calma sin dejar, a un tiempo, de pedir silencio. Podríamos encontrar
diferentes hilos desde los que tirar.
Quizá esta
maldita boda fuera una parada en medio de estos ruidos, un rearme.
Sin poder remediarlo, allí me hallaba, presenciando lo que no debía
pasar de un espectáculo pueblerino sin más, como tantos y tantos vividos
durante todos estos años en Parrio. Avanzada la ceremonia y con don Roger
fatigado, tras una silenciosa pausa a la que todos prestábamos especial
atención y tras la que la novia debía responder “sí, quiero” de una forma
consciente y sincera, no hizo tal, de hecho no dijo nada sino, enmudecida, se
tiró un pedo, el pedo. Todos lo pudimos escuchar sin confusión.
Turbados
unos, con maliciosa sonrisa otros, perplejos la mayoría de nosotros, el
silencio pudo haberse hecho eterno en el interior de la iglesia de no haber
sido por Benitín, el pequeño de don Benito, el médico, que despejó las dudas
imposibles de quien hubiera querido hallarlas.
El mismo
cura guardó inusual silencio, quizá en la confianza de que nadie o muy pocos lo
hubieran advertido o, mejor si cabe, que todo hubiera sido producto de su
deficiente oído.
Al cabo de
unos minutos en verdad interminables, segundos tal vez solo, Dimas dio la
espalda al altar y, sin decir nada, ni al cura ni a la novia, ni una palabra,
salió despacio de la iglesia sin que nadie le acompañara ni hiciera nada por
retenerle; aunque, a primera vista, nada o muy poco podían hacer, después de
todo.
El
pedo de la Zoileta, ese detalle ajeno a lo impecable, nos explica que cuanto se
oye es también humano, y lo que inicialmente pudo inquietar por la sorpresa,
acabó imponiéndose con contundencia. En estos días aciagos, alguien se empeña
en llenar el deshecho de contenido, sin dosis alguna de sensualidad, como en un
vulgar duelo desatado durante una borrachera.
Cuando
todo terminó y logró llegar a casa sola, más sola que nunca, la Zoileta se
deshizo en llanto, no en llanto de amor ni de rabia ni de odio siquiera, pero
lloraba y lloraba, se lamentaba: anunció una suerte desconocida y la hizo suya,
desordenándola. En seguida apareció su hermana, sin entender muy bien qué
estaba pasando realmente o, por mejor decir, sin saber aún a qué venía todo
esto.
La Zoileta sentía en el pulso y en
las sienes cómo todos en la iglesia ‒en una actitud considerada y malévola, que
pueden resultar peligrosamente sinónimas‒ la habían contemplado como testigos
mudos de su desencanto. Encerrada ahora en su habitación, podía verlos uno a
uno, sus gestos, sus miradas espontáneas o huidizas y sus burlas y se volvió
contra ellos furiosa y enloquecida. Llena de cólera, asestó patadas y golpes en
la pared y dio contra ella cabezazos. Veía las cosas del mundo y a sí misma
como en un espejo deformante y la nueva vida pergeñada desde hacía semanas, desmoronarse
como los desordenados ladrillos de la Torre de Babel.
Finalmente se
tranquilizó, se despojó de aquel horrible vestido de novia blanco, blanco
degradado como el de la sal en las salinas y, desnuda, durmió con gesto adusto
durante horas, hasta que la desesperanza la despertó, aunque no abriera los
ojos hasta pasados unos momentos de inquietud.
Dimas, sin
embargo, incapaz de pegar ojo en toda la noche, abandonó el pueblo antes de que
amaneciera camino de San Quirce de Saz, donde quedaba la estación de
ferrocarril más cercana a Parrio; y eso a pesar de que el tren más próximo no
pasaría hasta bien entrada la mañana, una mañana en la que, mirando de frente a
los vecinos, descubrí o, al menos, eso me pareció, que lo que realmente quieren
es encontrarle la gracia al mundo que les ha tocado vivir, aunque a veces no
les resulte fácil conseguirlo.
Muchos
se limitan a reírse cada vez que alguien cae al abismo, quizá porque ellos
saben que siempre es mejor reír que llorar mientras esperan su turno. Otros,
sin embargo, en el transcurso de esa espera y para escapar de oscuras
supersticiones y leyes confusas, tratan de sacar provecho de los
acontecimientos inesperados de la vida y no morir así por cosas abstractas.
Pocos eran en Parrio los que poseían esta rara habilidad.
A propósito del insólito y grotesco
desenlace de la boda, o más bien como una circunstancial secuela de aquél, don
Benito compuso una obra llena de ácidos timbres, acentos sarcásticos y una
rítmica violenta, pretendiendo esquivar así todo tipo de emoción, como en una
historia de hechicería y amores malditos; después, volvería al acabado
romántico de todas sus piezas.
El tren que Dimas esperaba se había detenido más
tiempo del habitual en la modesta estación de San Quirce de Saz y él aguardaba
impaciente a que arrancara en uno de sus vagones, con la cortinilla corrida,
tapando por completo la ventana. No quería ver a nadie, ni que nadie le viera.
Chispeaba
cuando por fin el tren arrancó esa mañana de marzo, santa Gundelina, recién
iniciada la primavera, una primavera en la que no cesaron las lluvias del
invierno, herederas de las del otoño, vaya año; y lo primero en que se fijó
Dimas en su huida, si podemos llamarla así, después que el convoy pasara aún
con lentitud por delante de unos chopos maltratados al pie de la vía, fue el
local del Luxus Cinema, o lo que de él quedaba, sin el halo de la vida que,
aunque fugaz, tuvo. Después, la escombrera y ya el sembrado a ambos lados de la
vía.
Nadie olvida nada, aunque la memoria vaya
transformando la realidad pasada desde el presente y nada veamos como era,
nada.
La mejor
lluvia es la que cae durante todo el viaje. Son gotas como eslabones que
encadenan ideas, cosas; tras ella, todo sonido es nítido y el ruido veloz del
tren acompaña ahora lo que a nuestro pensamiento acude; algo muy parecido a la
impresión que de niño me causaba la máquina de coser de mis tías, aquel
engendro extravagante y poético dotado de pedales y, por tanto, en movimiento y
cuya perfecta armonía llegaba articulada y rítmica desde su rincón al mío, y
que podía y aún puedo conservar incluso entre el ruido y la multitud.
Tan pronto como transcurre, cada momento que
pasa es olvidado, con fuerza a veces para eclipsar mundos enteros. Mundos,
mundos..., el mundo es un lugar extraño.
Una huída, en efecto, que a veces, por no
herir, escondemos los significados hasta falsificarlos y equivocamos la
suavidad con los buenos deseos, deseos buenos que algunos no merecen. Huía
Dimas.
Trabados los días y los hechos en la memoria de
todos, se supo que hizo un alto, sin necesidad, en una estación del ferrocarril
elegida quizá al azar, pasada ya la capital de la provincia, lo que indica su
intención de ir más allá, al norte necesariamente. Se desconoce dónde pasó la
noche.
El tren había
discurrido por un largo tendido lleno de curvas que bordea un sinfín de
pequeñas lomas, por las que el viento sopla y sopla incesante, sin demasiada
fuerza, pero incesante y sin que se divise un solo árbol en lo que la vista
alcanza. La soledad empezaba a traducirse seguramente en abandono, una soledad
que acaba siendo acompañada del resto de las soledades de las otras
impresiones, de otros rastros unas veces dejados, recorridos y remusgados
otras, rastros de la libertad que no se encuentra en los lugares durante largo tiempo
habitados por uno, libertad del cuerpo y de la diferencia.
Después se han contado muchas cosas en Parrio; lo
cierto es que el último en hablar con Dimas fue nuestro médico, don Benito,
quizá para facilitarle alguna sugerencia en un supuesto viaje a la Argentina,
donde podría contar con algunos familiares emigrados que le ayudarían, es un
suponer. Hay quien dice que los argentinos tienen mucha gracia, pero yo nunca
he conseguido encontrársela, a pesar de su tacto y del buen gusto que inspiran.
El médico, últimamente enfrascado en restituir la
sonoridad olvidada del clave con pedales, un instrumento que existió en época
de Bach pero del que no sobrevivió ni un solo ejemplar, recordaba a Timoteo, el
tío abuelo ausente de Parrio desde hacía más tiempo del que hubiera deseado y a
quien dedicó el pasado año una operita muy breve sobre un libreto romántico de
fantasmas y otras criaturas sobrenaturales de nombres inventados.
Lo más probable es que Dimas embarcara hacia las
costas de Irlanda, tratando de corregir lo incorregible.
En esos días,
acudió don Benito por primera vez a casa de Ginés y en la terraza nos contó
historias de indios músicos, músicos forajidos y otros seres fantásticos
también músicos que había conocido con ocasión de algunos viajes o por vanas
referencias. Me recordó el Libro de los girasoles negros, de la colección de
inéditos de Flor DeLie, que una vez tuve ocasión de leer, donde un sueño
describe otro viaje, aquel sin final que vive el último condenado después de la
extinción, suprimidas las horas; ese final he imaginado para Dimas y así lo
dije aquella tarde. Don Benito me pidió que leyera un fragmento; en presencia
de Ginés, leí sin satisfacción algunas notas:
Se revuelve en el oscurecer
/ el miedo, el hombre / que huye, / el habla y lo que oye / nada le dicen. /
Huecos los cuerpos / fijan la mirada, luces / iluminan el mal / que les
acompaña, / la mayor contradicción / en que pensar se pueda.
No habrá sido / seguramente el azar / el que
haya dispuesto / el silencio / tras la extinción. / Rostros, catástrofes, /
fragmentos corporales, / todavía
recuerdo / cómo vino la vida.
Tardío en sus respuestas y todavía
dolido, nunca emprenderá Dimas el regreso a casa. Aunque esto ya no tenga tanta
relevancia.
Tres días después de su fallida boda ‒imperfecta, la llamaría Ginés, ya
lo he dicho, el último profesor de la escuela de Parrio‒, lo que la Zoileta
oía, porque no lo recordaba, sino aún podía oírlo, era una lenta procesión, una
sucesión de temblorosos sonidos que se desplazan en el espacio sonoro sin
rumbo. Es la vulnerabilidad del que escucha y nada puede hacer.
Hacía rato que las Zoiletas habían terminado de
cenar juntas, aprovechando algunas sobras del mediodía y unas fuentecillas de
nueces, higos, naranjas y otras frutas de temporada con un poco de pan. Y eso
era lo raro, lo que tardaba la Zoileta en incorporarse de nuevo al larguísimo
silencio de cada noche alrededor de la mesa a imponer su mirada desollada y
despectiva, intermedia, como la del niño procaz que se divierte, el niño de mirada
torva que ha encontrado la parte débil de su acoso, una parte tan importante
como las venas en nuestro cuerpo.
Atravesando
un zaguán, la otra Zoileta llegó al cobertizo cerrado a cal y canto, en desuso
desde los comienzos, sin que nadie supiera por qué, sin motivo. Cansada de
buscarla por toda la casa y temiendo ya algo malo, no malo, peor, empujó el
portón como si la esperaran y allí la encontró, con su vestido de novia puesto,
como una mosca que ya no se debate, definitivamente atrapada en la tela de la
araña. Solo una rendija rompía la oscuridad total, iluminando en su vertical
una vieja cañería herrumbrada por donde solo pasa, desde hace años, un hilo de
agua podrida; todo en el pajar se hallaba en penumbra, la Zoileta también, en
una penumbra que la hubiera protegido de todas las miradas, pero ese haz de
luz, si te fijabas, alcanzaba tímidamente su perfil, desde la cabeza a los
pies; hasta que su hermana logró abrir la puerta que daba al camino e iluminó
de golpe todo el espacio.
La Zoileta
tenía la mirada hebrea, condenatoria, como sus profetas, como nunca había
sucedido en la historia de los ojos y la mirada. Hubiéramos podido ver una
mirada que escruta y aterra, solo ojos sin rostro, como caras que levitan sobre
un fondo oscuro.
La otra
Zoileta permaneció en el sobrado un buen rato, mirando hacia arriba con las
manos caídas y entretenidas, quiero decir, tenida una entre la otra en un suave
nudo, observando el cadáver de su hermana vestido de esa forma y colgado por el
cuello de una soga amarrada a la cercha del tejado. No hizo nada ─el miedo no
se exhibe─, cerró cautelosamente el portón, se metió en la cama y decidió
esperar a la mañana: “fuera hace frío, y falta mucho para que salga el sol”,
pensó para sí.
Y no nos metamos donde no nos
llaman.
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