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Rezaba preocupado, es cierto. No creo en las mortificaciones ni en la abstinencia. Solo necesité tres días de soledades en Roma para prepararme antes de marchar, otras conexiones hubieran sido como un lastre.
La Via della Frettolosa es una calle estrecha y alejada desde la que partí a los principios de febrero, antes de que se movieran los aires de Poniente, que los griegos llamaban Zephyrus y los latinos Favonius. La casa es prestada, como en otras ocasiones, y su dueño ─amigo carísimo, era; generoso como una santa─ la había convertido en un crisol, un mosaico exuberante. En realidad, no es una casa sino un laberinto que imagino cada vez que allí acudo ordenado por sus colores: sus verdes o el almagre, un color que también estaba en Pompeya, y su rosso aranciato, el naranja recuperado de los primeros romanos; el jardín lo formaban patios encadenados. Su lindero, Roma a sus pies.
El viaje comenzaría aún de noche, después de subir maquinalmente los cincuenta y siete escalones que aborda el tramo final de la calle, donde volvería la vista atrás. ¿Proferiría algún grito desde allí? ¿Podría? Las fontanas embellecidas y una Luna mezquina guiarían mis pasos, todavía reducidos a los límites de la ciudad. Roma a sus pies...
Subiría esos cincuenta y siete escalones; no son demasiados.
Es la hora en que el paisaje se advierte y la luz anda ignorada. Confunden, enredan la luz los mismos colores, la ahuyentada luz del día, midiendo su espesor en beneficio de la transparencia. Ya pierdo de vista las colinas.
Fragmento. La naturaleza de las máscaras, o el perdón de los pecados, de Juan González de las Casas
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